Tiranía digital

La cartilla ha muerto escucho. Será la de Rubio, porque, si se pasan por mi barrio o por cualquiera de nuestros pueblos y se apostan a principios de mes frente a esa antigualla, que es la sucursal bancaria y con empleados, podrán contemplar, cual entomólogo de Nacional Geographic, que no es así. Un incesante hormiguero de hombres y mujeres de edad provecta, acuden cartilla en ristre a sacar unos dinerillos. Herminia iba cada poco a su banco y retiraba sus veinte eurillos para sus cosas, y así se apañaba. Ahora, invocando al dios virtual, le obligan a tener una tarjeta, a costearla, a ir a un banco lejos de su barrio, en realidad un erial desolado donde preguntar, día sí día también, cómo se hace esto y lo otro a desconocidos transeúntes. Y está muy cansada de parecer lo que no es. Y para más inri, cada vez que mira su saldo hay menos dinero, porque le cobran infinitas comisiones por los servicios que no le dan. Te cuidan el dinero y lo gastan por ti. ¡Pero qué vajillas, qué pantallas le ofrecen! Menos dinero, sobre todo el suyo, de todo.

Hace poco, llego al aparcamiento y ya no hay ticket. Todo muy tecnológico y muy inteligente. Hasta que es la hora de pagar y me topo con un desesperado matrimonio que está a punto de llamar al 112 o divorciarse. «¡Manolo, mira que eres inútil!» La mujer del Manolo de turno lo agobia porque la máquina, tan lista ella, lo está volviendo loco. El artilugio es un verdadero lío, y no hay empleado a la vista que llevarse a la boca. Conseguimos evitar el divorcio y salir del aparcamiento. ¡Qué ecológico todo! Sin papel, sin tinta... En realidad, sin empleados, sin sueldos, sin servicio... Y el paganini con cara de tonto por no estar a la altura tecnológica. Es innegable que la tecnología, es en muchos casos positiva. Lógicamente cuando te hace más fácil la vida. Pero ¿y cuándo te la complica, se impone y no está al alcance de todos? Internet nos inunda y casi todo se puede hacer en la nube, pero ese casi se me antoja tan enorme como fundamental. Y qué quieren que les diga, seré un clásico, pero me sigue gustando saludar a quien me sirve la gasolina, quejarme al del banco o reclamar, erre que erre, en la ventanilla de turno.