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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre lo mucho que se parece la situación en que han quedado las lenguas clásicas en la nueva ley de enseñanza media, la Lomloe, a las consecuencias más terribles de las tragedias de la Grecia clásica, donde ... se inventó el teatro. Autor y público de entonces ya sabían de antemano cómo debían acabar las obras, pues representaban mitos; la originalidad del autor residía, entonces, en su ocurrencia, en su tratamiento de personajes ya conocidos, en su capacidad de emocionar e incluso de hacer llorar al espectador en los momentos más terribles de muerte y destrucción, cuando, por fin, se cumplía el destino de todos.
Pues así me parece que llevaba años escrito el guión que el destino reservaba al que pronto será el mito del latín y el griego en nuestro sistema educativo. Hace mucho tiempo que empezó a fraguarse su final. Ley tras ley, reforma tras reforma, latín y griego han ido perdiendo presencia en el sistema, gracias a las ocurrencias y originalidad de los legisladores, empeñados en priorizar las enseñanzas de las «ciencias puras», como llaman a las de la naturaleza y técnicas, con grandes y prácticas salidas, en detrimento de las «ciencias humanas», como llaman a las de letras, menos prácticas... en apariencia: ¿Cómo se entenderían la historia, la lengua o el mundo en que vivimos, o cómo se plasmarían ciencias y técnicas, sin las letras? Con todo, las mantenían en unos mínimos, cada vez menos dignos, como personajes extras de relleno en el drama de la educación, de suerte que, de vez en cuando, una hornada de quince o veinte alumnos, no más, llegados desde varias comunidades autónomas, ingresaban en alguna universidad con intención de estudiar clásicas.
Pero esos mínimos eran mucho para unos 'nomothétes' o autores de las leyes que consideraban esos saberes pasados de moda, antiguos, obsoletos, basados en el estudio de unos textos ancestrales, sin interés y, lo que es peor, alejados de las necesidades sociales y empresariales, que son las que, por lo visto, dictaminan qué se debe estudiar y qué no, de acuerdo con sus intereses de cada momento. Y así es como con la Lomloe el legislador ha firmado el finiquito que, como en una tragedia griega, implicaba un funesto final: la desaparición 'de facto' de las lenguas clásicas del sistema. En efecto, ni son obligatorias en ningún nivel de enseñanza, ni pueden competir con otras materias en la charca de optativas en que las sumergen, para que sus profesores se ahoguen en la lucha por salvar a uno o dos alumnos a los que enseñar; a la vez, otra norma impide que esos alumnos sean menos de ocho. La ignorancia, la incuria, la sordera cultural y las servidumbres políticas han conducido al gobierno a esta ignominia.
Ahora bien, esta tragedia exige acabar también con los cada vez menos profesores, antagonistas incómodos del drama y que provocan conflicto; porque hay que decir que, para desgracia de los legisladores, a diferencia de otros exitosos ejércitos de universitarios que pagan y justifican titulaciones de masas que los abocan a una inactividad prolongada, los graduados en clásicas han venido encontrando trabajo, pese a todas las dificultades, al poco de terminar sus estudios. Forman parte del trágico final: sin latín y sin griego, no harán falta profesores y, en consecuencia, los nuevos y quizá últimos graduados tampoco tendrán trabajo. Conflicto solucionado. Luego dirán que hay que cerrar la titulación por falta de interés y de alumnos.
Ahora solo falta que las comunidades autónomas ejecuten la ley y aprovechen sus porcentajes de capacidad legislativa para certificar el «clasicidio»: medrarán, todavía más, lenguas autóctonas, imprescindibles para el progreso del país, o materias nuevas en que dejar su impronta. España pasará pronto de tener estudiosos de lo clásico punteros en Europa a dejar que otros nos enseñen lo que somos, de dónde viene el español, qué significa esta inscripción latina o qué hay de Homero en el Quijote. Eso sí, tendremos nuevos ciudadanos llenos de capacidades que explotar y competencias que ejercer, aunque no sepan en qué ni para qué.
El público de las tragedias griegas culpaba al destino de los males de sus personajes y por eso perdonaba el incesto de Edipo con su madre Yocasta y el asesinato de su padre Layo. Gobierno y comunidades autónomas siempre podrán decir que, estando escrito por las Moiras, el hado de nuestros estudios clásicos es el que tenía que ser, y se sacudirán así cualquier culpa. Pero no es lo mismo: la tragedia representaba mitos; el sistema educativo configura la realidad de lo que queremos ser. Pronto veremos a algún concursante de algún programa de éxito, graduado en no sé cuántas cosas, confundir a Edipo con el amante de una folclórica y a Sófocles con el último ganador de Gran Hermano. Lo peor es que nadie se dará cuenta.
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