Secciones
Servicios
Destacamos
Acabo de recibir una bocanada de optimismo. Sucedió leyendo una revista antigua -me encanta ese deporte- que durante buena parte de mi existencia, de muchacho en casa de mis padres y de mayorcito ya en la mía, he tenido siempre a mi alcance hasta que ... hace años desapareció de mi vista y de mi vida sin saber por qué. Supongo que dejaría de publicarse también en EE UU. Se trata de la que se llamaba, o se llama, 'Selecciones del Reader's Digest' y se editaba en todos los idiomas conocidos. Además, obviamente, del inglés, en alemán, árabe, japonés, chino, danés, francés, italiano y español, traducida y maquetada nuevamente en Madrid.
Una lección mensual y universal estadounidense que era leída en todo el planeta por nueve euros al año (unas 1.500 pesetas). Fue mi compañera habitual en cualquier viaje en aquella época por su cómodo formato como librillo de lectura y se encontraba en los lugares más recónditos del mundo mundial.
En aquellos años su lectura demostraba y bendecía la vida y costumbres norteamericanas, que eran el no va más, cuando comprobábamos el progreso a kilómetros de distancia de nosotros y de nuestra mirada asombrada y lejana de lo que era la modernidad.
La nuestra iba lenta todavía, cuando más de un vecino europeo nos estaba clavando el vacío interesado y la faena calculada, por no decir otra cosa, haciéndose los remolones para incorporarnos al Mercado Común Europeo, que nos merecíamos desde su inicio en mayo de 1960, como Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA).
América, al menos, se nos mostraba diáfana y era lo máximo. Nos encantaba aquel ambiente no exactamente culto, pero sí universitario, donde predominaban sobre todo las lecciones de libertad y de democracia que, desde luego, eran perfectas en lo teórico y no lo eran tanto en la práctica con su problema social y racial en aquel momento efervescente y, aunque encarrilado, todavía sin resolver. Pero parecía que en el buen camino después del sacrificio de los Kennedy, de John y Robert, o de Martin Luther King, que tuvieron que fajarse hasta dentro con su vida buscando y sensibilizando en la profundidad del alma y de las señas de identidad norteamericanas.
Obviamente ya había sucedido lo de «Ich Bin ein Berliner» -yo soy berlinés- del presidente Kennedy en Berlín el 26 de junio de 1963. Y, por supuesto, aquello de «no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país», frase que pronunció ya en su propia investidura y que tanta repercusión había de tener después.
Pasaron los años y Europa, todavía con el telón de acero atornillado, les miraba embobada. Ya se había olvidado aquella época tan peliculera de los años 20 con la tipología Al Capone como exponente antisistema, que con aquello de su tarjeta de visita, que decía textualmente «fabricante de muebles usados», representó una época en Norteamérica tan cinematográfica como nefasta.
Pero ya habían transcurrido las Horcas Caudinas -Furculae Caudinae- de las batallas de la II Guerra Mundial, que no solo fueron armadas sino también ideológicas. Y EE UU, después de su benefactor Plan Marshall que tan restaurador y salvador fue, ahora recogía los réditos que con reciprocidad se le ponían en la mano para disgusto del bloque soviético, demostrando que ningún sistema -aún con sus imperfecciones- supera a la democracia, el libre mercado o casi libre y la defensa de valores que en Norteamérica, eran -¿y son?- predominantemente patrióticos en defensa de la iniciativa privada con la familia y la patria como garantes.
Bueno, así era si exceptuamos en el vestir y en lo que ahora se llama, bien cursi por cierto, complementos. En aquel momento, solo mirar sus zapatos y corbatas le estimulaba a uno pensar que, si en eso, aunque solo sea en eso, les dábamos sopas con honda a lo mejor en el futuro, quizá algún día, en otras cosas...
Pues bien, ¿saben ustedes de qué trataba el asunto principal en ese número de la revista citada, que como les decía tropecé días pasados acurrucada en el desván de la librería? Nada menos que lo dedicaba, era 1981, a 'Los fulgurantes y veloces trenes de Japón'. Y señalaba con admiración de boca abierta a lo que se denominaban los trenes bala, porque eran capaces de alcanzar velocidades de hasta 250 kilómetros por hora en algún momento y, obviamente, la sociedad norteamericana estaba extasiada, sorprendida y probablemente envidiosilla de que sus antiguos enemigos hubieran podido llegar tan rápido a tal progreso investigador y técnicoindustrial.
Ja, ja, ja... A 300 kilómetros por hora nos vamos hoy nosotros a ver a un amigo a Palma del Río (Córdoba), tomamos un cafelito, visitamos el Palacio de los Portocarrero, subimos a su vieja Alcazaba y yo, que tengo alguna buena costumbre, estoy de vuelta en Madrid para la misa de ocho en Maldonado, habiendo partido a las dos de la tarde en punto.
Y a todo esto, un montón de malintencionados, malévolos, perversos, bobos y bastante necios, lilas, pazguatos y babiecas, niegan la Transición.
Mientras, ya digo, a mí y a cualquier sensato mortal, no solo nos entra una bocanada feliz de aire puro y optimismo al releer revistas de hace cuarenta años, sino que además hinchamos el pecho y suspiramos ¡No sé cómo lo hemos conseguido!
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Fallece un hombre tras caer al río con su tractor en un pueblo de Segovia
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.