Los tres mosqueteros cántabros
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Y ahí estaban ellos tres. Con qué entusiasmo bajaban las escaleras y qué ganas tenían de subirse al púlpito de oradores. Se notaba. Estaban disfrutando. Sus caras les delataban: ¡Estamos aquí, en el Congreso, y nos van a dejar hablar! Lo mismo pensaban eso. Allí, ... en aquel hemiciclo con tanta historia. ¡Mira, un impacto de bala! ¡Y ahí, otro! ¡Y otro! Y eso también. Pero no podían entretenerse, nada les podía despistar. Estaban ahí, cada uno de un partido diferente, un par de ellos en traje y corbata y otro más informal con americana y deportivas. Tres estilos distintos, pero con un mismo encargo, histórico, del Parlamento cántabro: tratar de modificar una ley estatal. No eran los tres mosqueteros, pero no podían fallar, así que empezaron a desfilar por la tribuna: ¡Uno para todos, todos para uno! Objetivo: introducir cambios puntuales en la Ley de Costas para asegurar a los afectados la prórroga de las concesiones para la explotación del suelo en espacio de dominio público-terrestre.
Y con esa idea empezaron sus intervenciones. Uno: «No pretendemos que se den nuevas concesiones, ni que se altere el espacio, sino que se avance en una interpretación correcta de la ley». Otro: «No hablamos de edificios sobre las playas o acantilados». Y otro: «La petición busca la defensa de la protección y la sostenibilidad de nuestro litoral». Estaban satisfechos. Habían trasladado el mensaje aprobado por el Parlamento cántabro. Pero nuestros tres mosqueteros particulares no contaban con que otro cántabro, en el papel de cardenal Richelieu, iba a enfriar sus pretensiones: «No podemos cambiar una ley para eludir el cumplimiento de sentencias firmes».
Así que pintaba mal el asunto. Ese día no se votó el punto. Había que esperar, pero nuestros mosqueteros volvían a casa con la sensación de que Madrid no iba a atender la petición de Cantabria. Y así fue. Dos días después los partidos del Gobierno, con el apoyo de los nacionalistas, la tumbaron. Nada nuevo. Ni D'Artagnan lo habría podido arreglar.
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