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Esta larga marcha generacional a través de los compromisos líquidos y audiovisuales ha aportado cierta quietud a la historia del mundo. Después de una oscura tradición sostenida sobre millones de muertos, las últimas doctrinas occidentales del 'woke' y la cancelación parecían haber saciado, por fin, ... las querencias utópicas -y, por lo tanto, sacrificiales- del personal, pero sin que la sangre llegase al río.
Pero, ay, en plena vorágine pandémica, Ucrania nos devuelve los traumas de la Guerra Fría. El emblemático gusto por los gobiernos fuertes y los estados poderosísimos se mantiene intacto en el este del continente, donde James Bond nos dice que habitan todos los villanos del planeta. La cosa pinta fea: un enrevesado conflicto geoestratégico, amenazas de invasión y un enemigo, Vladimir Putin, a quien no impresionan las sanciones posibles o los discursos buenistas. La derecha identitaria -que odia el liberalismo- se relame anticipando la enésima debilidad de la Unión Europea y la izquierda desempolva sus viejas pancartas. Recuerden aquella razonable frase del socialista Mitterrand: «los pacifistas están en el oeste, pero los misiles están en el este».
Más acá de los análisis tertulianos, sorprende el abismo que separa el horizonte bélico de nuestra cotidianidad de Netflix, reguetón y redes sociales. Las imágenes emitidas en televisión parecen idénticas a las que visionábamos hace más de treinta años, cuando el ocaso del bloque soviético y el inicio del conflicto en la extinta Yugoslavia. El tiempo parece haberse detenido en aquellos territorios golpeados con especial saña cuando Europa entra en crisis: las «tierras de sangre», a las que se refiere el historiador Timothy Snyder.
Por el momento, nos hallamos en la fase del ritual previo a las bombas: declaraciones desafiantes, advertencias y despliegue militar en la frontera. En 1962, durante el episodio de los misiles en Cuba, el mundo vivió algo parecido: los niños estadounidenses aprendían en el colegio a reaccionar ante un ataque nuclear protegiéndose debajo de los pupitres. Hoy, supongo, aplaudiremos desde las ventanas y cantaremos la del Dúo Dinámico.
Hace diez años, con motivo del vigésimo aniversario de la caída de la Unión Soviética, el Palacio de la Magdalena acogió la celebración de una mesa redonda, organizada por la UIMP, en la que, entre otros, intervinieron los embajadores en España de Rusia, Lituania y Ucrania. Fue un evento interesante: todos los allí presentes se felicitaron por la modernidad conquistada. Todos, menos el representante ruso, que pronunció un discurso nostálgico sobre la ruptura entre naciones hermanas y la catástrofe de la exclusión de las minorías rusas en los nuevos países. «Juntos no estábamos tan mal», vino a decir. Nadie percibió en su melancolía la sombra de una amenaza.
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