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En los días transcurridos desde el inicio de la guerra, he leído diversos artículos que interpretan lo que pueden ser las últimas intenciones anexionistas de Vladimir Putin al invadir Ucrania. La referencia a lo que ocurrió hace poco más de ochenta años, ... cuando el dictador Adolf Hitler invadió los Sudetes, parte integrante de Checoslovaquia en la que vivía una minoría alemana, aparece en la mayor parte de ellos.
Unos ven similitudes con la situación actual y alertan del riesgo de que se desencadene un nuevo conflicto mundial mientras otros hacen mayor hincapié en las diferencias notables y creen que lo ocurrido en los Sudetes, como preludio de la Segunda Guerra Mundial, no va a repetirse.
Con todo, el paralelismo es más que evidente aunque, lógicamente, nadie se aventure a determinar el alcance final de esta gran tragedia.
El historiador inglés Giles MacDonogh, en su libro 'Hitler 1938', da cuenta en su relato pormenorizado de la secuencia histórica que se inicia con el abandono de Alemania de la Sociedad de Naciones en 1933, para proseguir con la remilitarización de Renania en 1936, la anexión de Austria (Anschluss) en marzo de 1938, la incorporación de los Sudetes en octubre de 1938 y de Bohemia-Moravia en 1939 y que concluye con la invasión de Polonia el día uno de septiembre, que desencadenó dos días después la Segunda Guerra Mundial.
La tímida reacción inicial (que luego ha cobrado contundencia) de los principales líderes actuales recordaba al Pacto de Munich, que se mantiene en la memoria colectiva como la claudicación de las democracias ante las exigencias de Adolf Hitler. El recuerdo de Arthur Neville Chamberlain (inglés) o Eduard Daladier (francés) dejando sola a Checoslovaquia pasaron a la historia como tristes ejemplos de la llamada política de apaciguamiento 'appeasement', paz a toda costa.
La opinión que todo ello le mereció a Barrie Pitt, director de 'La Historia de la Segunda Guerra Mundial', cuando el primer ministro inglés exhibió, en el número 10 de Downing Street, el documento firmado en Munich afirmó que «volvemos de Alemania trayendo una paz honorable. Tengo la impresión de que esto significa la paz para nuestra generación» es, además de elocuente, acertado; según él, sólo la ceguera y la indiferencia de las democracias occidentales permitieron que el Estado totalitario alemán, forjado por el nacionalsocialismo, cometiera de forma impune e invisible a ojos de todo el mundo aquella serie de atropellos.
Los argumentos que hoy emplea Vladimir Putin son los mismos de Hitler: «Se trata de una operación militar especial. Ucrania es un régimen nazi que discrimina a los ciudadanos de las regiones de Donetsk y Lugansk que están sufriendo un genocidio. Defender y proteger a la ciudadanía es obligación nuestra. Nos esforzaremos por desmilitarizar y desnazificar Ucrania», afirma para justificar la invasión.
Para Antony Beevor, Putin parece haber perdido el juicio cuando asegura que el objetivo de esta invasión no provocada es la desmilitarización y desnazificación de Ucrania cuando es él quien se comporta como reflejo distorsionado de Hitler que alienta los temores de nuevas conquistas anexionándose toda o parte de Ucrania y dirigiendo futuras agresiones a países limítrofes como las repúblicas Bálticas, Polonia, etc. Esto último preocupa especialmente a Anne Applebaum (historiadora y periodista estadounidense, Premio Pulitzer) que opina que el verdadero temor de Vladimir Putin y la oligarquía rusa es la posible extensión de la «revolución por la dignidad en Ucrania» surgida en 2014 al resto de Repúblicas de la Federación Rusa, donde el Kremlin sigue siendo ejemplo de una dictadura que encarcela y asesina.
Aunque el marco geopolítico es hoy notablemente diferente al de los años centrales del siglo XX, recordar los Sudetes debe ayudarnos a evitar que se convierta en la hoja de ruta de un nuevo dictador. Que la historia no se repite es algo en lo que coinciden muchos historiadores pero los líderes rusos tienden a atrapar a su país en un círculo trágicamente repetitivo.
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