Un año más

Le robo el título a la canción de los hermanos Cano, tan certera como imperecedera. Como canta Ana en una de sus estrofas, debe ser el único día del año en el que todos hacemos lo mismo. Juntarnos alrededor de una mesa, con más o menos pasión, para despachar el año que se extingue veloz como una bengala en las yemas de nuestros dedos, a punto de quemarnos. Y recibir al entrante, reluciente como unos zapatos nuevos que brillan mucho, pero a los que tardas unos días en acostumbrarte.

Todo, sin olvidarnos de los que nos dejaron –aunque sin estar en la mesa seguirán muy presentes–. Recibiendo a los que acaban de llegar –nuevos alumbramientos, o nuevas parejas que aguantarán estoicamente los códigos y el humor propio de la nueva familia en la que acaban de entrar–. Intentando no atragantarnos con las clásicas doce uvas mientras procuramos ingerirlas al compás de un reloj que corre raudo como un galgo espoleado.

A pesar de que parece que el mundo se va por el sumidero (guerras cruentas, individualismo desaforado, amenaza constante de nuevas pandemias, inflación desbocada…), a mí me gusta celebrar. Hasta el más nimio motivo me vale para alzar la copa. Y pasar a la siguiente añada no es peccata minuta. Algún día –espero lejano– no nos sucederá.

Arrivederci 2022. Pongan sus contadores a cero, si es que él mismo no lo hace de manera automática. Abrácense fuerte a los suyos. Pasamos de pantalla, ¡y estamos vivos! La vida es una fiesta en la que aunque en ella no suenen siempre las canciones que nos gustan, podemos bailarlas todas. Feliz baile. Feliz 2023. Salud, que amor y dinero sin ella sirven de bien poco.