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El tenue sonido de la puerta automática de Urgencias rompe el tedio en la sala de espera. Las camas de los enfermos se aparcan en batería y los familiares ocupan los duros asientos de madera: ahora me levanto ante un ¡ay! del dolido, ahora me ... siento con estoica paciencia. Ya son más de seis horas de espera con una anciana de más de 85 otoños que se ha caído en la calle y tiene la cara como un cuadro, posible rotura, luego confirmada, e inflamación creciente de cambiante color incluida. Al menos, su vida no corre peligro.
En la atestada sala de espera, el silencio se resquebraja cuando suena la impertinente melodía del teléfono de un familiar cualquiera, con un volumen molesto, que nos taladra hasta que el poco hábil acompañante, también hastiado, consigue descolgar la llamada para tranquilizar al allegado que reclama noticias.
Después de pocos minutos que parecen horas, se incorpora una nueva camilla y circulan, sin palabras, las elucubraciones de los presentes: ¿Estará más grave que mi enfermo? ¿Será un enfermo del maldito bicho? ¿Lo llamarán antes que a mi en virtud de un triaje que, aunque suponemos es profesional, nunca nos parece de justicia? Las miradas se cruzan, y la impaciencia se mastica.
Pasan las horas, y las camillas, como en una suerte de OLA, van y vienen, mientras que los demás confiamos, una vez más, en nuestro sistema sanitario y sus profesionales que, a pesar de sus imperfecciones, para sí quieren muchos países del mundo.
Por fin, nueve horas después nos atienden en un box de manera exquisita de la mano de auxiliares, enfermeras y un joven médico y con todas las pruebas que hoy nos permite la tecnología. Mientras, un celador experimentado se disculpa, y nos explica: el hospital no tiene camas libres debido a la nueva variante del covid. Como no hay camas, los boxes no se vacían. Y como no se vacían, la sala de espera de Urgencias parece el Primark en hora punta.
Inocente, y agradecido por el trato profesional, aunque cansado por el largo trance, pregunto qué pacientes ingresan en el hospital y me reconocen que, salvo casos concretos con patologías previas, muchos son no vacunados.
Y entonces, me pregunto si la libertad individual de esos no vacunados debe terminar o no en mi propio malestar, y por supuesto el de mi madre, que ha tenido que esperar más de nueve horas con la cara reventada. O el de las decenas de compañeros accidentales que sufrían patologías diversas pero han soportado el atasco de Urgencias. A algunos, la crisis no les ha hecho mejores, me temo.
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