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A muchas personas que tenemos la mente progresista todavía nos gusta creer en las utopías, aunque somos conscientes de que los sueños de igualdad casi nunca consiguen cristalizar en el «mundo real». El Sistema machaca, una y otra vez, cada sueño de que todos los ... seres humanos tengamos los mismos derechos y las mismas obligaciones, sin importar la cuna, el dinero o las influencias.
Cuando se cumplen 10 años del 15M -quizá uno de los movimientos sociopolíticos más importantes en España desde hace décadas- procede analizar qué queda de aquel espíritu que llevó a cientos de miles de personas a las plazas y a las calles del país.
Aquellas ágoras globales, caóticas y descentralizadas, sirvieron de improvisado hogar para muchas ideas utópicas. Frente a una sociedad egoísta y un sistema económico basado en el capitalismo salvaje, que fomenta todavía mayores desigualdades sociales, y un consumismo exacerbado que nos podría llevar a la destrucción del planeta, llegó «la plaza».
El bipartidismo era el gran enemigo a batir, aunque en aquellos primeros momentos el 15M todavía no lo sabía. El sistema político, con la alternancia en el poder de PSOE y PP, daba claros síntomas de agotamiento, de desconexión total con una importante parte de la ciudadanía. Nacía una opción para quienes nunca creyeron en la política, y para muchos desencantados con algunos partidos minoritarios de izquierdas seducidos por el «voto útil».
Así, Podemos cogió el testigo de las asambleas y, rápidamente, creó algo similar a una clásica estructura de partido, incluso con una fundación propia. Se fraguaron los carismáticos liderazgos de Pablo Iglesias y los suyos, pero pronto empezaron las desavenencias. Estas diferencias, tabernarias, se desarrollaban de cara al público, a golpe de tuit, sin pudor.
Esta forma de hacer política desde Twitter y Facebook sirvió para degradar el nivel del debate, al abrir la caja de los truenos y convertir la vida política en una especie de sainete constante. Con un partido marcado por un culto al líder, el partido cuya fórmula y carta de presentación se antojaba novedosa y fresca, apenas tardó un par de legislaturas en dar muestras de agotamiento.
Con la fórmula ya dañada, llegó la etapa del gobierno de coalición con el PSOE, y después las elecciones de Madrid, y con ello la sorprendente huida de Iglesias como todos ustedes saben ya. Del «casoplón» que se lleva tras su breve paso por la vida política, dejaré que hablen otros.
En Cantabria, el 15M se reflejó en una peculiar versión de Podemos que no consiguió aguantar más allá de una legislatura, para pasar al ostracismo actual. Las vergonzantes y cainitas guerras internas evitaron que la sociedad cántabra percibiera el proyecto como una opción política seria, y el potencial votante de izquierdas, incluso los que habitualmente no votaban pero decidieron creer en la delegación cántabra de la formación morada, dio la espalda a la propuesta, sin duda por culpa del lamentable espectáculo ofrecido.
El 15M, en buena medida, sirvió para agitar el árbol de la política española, para hacer florecer nuevas siglas y nuevos colores a los que votar. El bipartidismo pareció romperse, pero no.
Pero con el paso del tiempo y, en estos momentos de pandemia y necesidad, el bipartidismo representado por la dupla PSOE-PP todavía puede aportar a la política española dos detalles muy importantes: la confianza desde la Unión Europea para recibir ayudas vitales en estos momentos, y por otro lado la estabilidad interna de los partidos, que se refleja en la estabilidad institucional. Las propuestas asamblearias del 15M y Podemos, por el contrario, se ven con desconfianza desde la UE y, para muchos ciudadanos españoles, generan rechazo por su asociación con el caos.
Podemos, en lo positivo, ha conseguido con su entrada en el gobierno de España convertirse en el Pepito Grillo, la memoria popular, y a veces «populista», de un PSOE al que no le ha quedado otra alternativa que adaptarse a los nuevos tiempos de la política. Sin duda, la válida y sólida figura de Yolanda Díaz puede recoger el testigo de los morados, aunque su nombramiento podría no llegar a tiempo de la salvación para el partido.
Al final, como los toreros, Pablo Iglesias se cortó la coleta. Y, con ese pequeño gesto de gran valor simbólico, quizás ha dado la puntilla a un proyecto político que, fraguándose desde las plazas donde se soñaba con utopías, si Díaz no lo remedia, quizá se encamina hacia el barranco de la desilusión.
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