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Si un vecino de Santander, que en 1755 hubiera festejado su reconocimiento como ciudad, pudiera hacer una visita al Santander actual sólo podría reconocer, y muy modificadas, la iglesia del Cristo, la catedral, la iglesia de la Compañía y el convento de la Santa Cruz; ... tendría que dar un paseo largo para reconocer Pronillo, Corbán y la Virgen del Mar. La ciudad le parecería enorme pero la historia que podría revivir sería muy poca. Desde los días finales del pasado mes de mayo, en Calzadas Altas, en el abandonado solar de la Tabacalera, una alta grúa colocada junto a la iglesia de la Santa Cruz augura que podamos ver realizada la recuperación del antiguo convento y de su espacio urbano. En Santander, tan damnificada por las tragedias, todo lo que suponga recuperación histórica será bienvenido.
En 1600 Santander contaba con poco más de 2.000 habitantes. Según Maza Solano se había producido un enorme descenso demográfico a causa de la emigración, la falta de trigo que exportar, el desplazamiento marítimo hacia Bilbao y, sobre todo, por la peste que, según las crónicas, dejó sobre toda la región imágenes patéticas. En el siglo XVII ocurrieron dos fundaciones que enriquecieron el patrimonio de la ciudad. Doña Magdalena Ulloa, esposa de don Luis de Quijada, mayordomo de Carlos V, fundó el Colegio de los Jesuitas y la iglesia de la Compañía. Los primeros jesuitas llegaron en 1596 y murieron por la peste. La iglesia comenzó a construirse en la segunda década del siglo y el colegio cesó por la orden de expulsión decretada por Carlos III en 1767. Entre 1641 y 1656, por iniciativa de doña María de Oquendo, oriotarra, hermana del almirante Antonio de Oquendo y viuda del armador santanderino Fernando de la Riva Herrera, se construyó, según el proyecto del arquitecto franciscano fray Lorenzo de Jorganes, para religiosas clarisas, el convento de la Santa Cruz. Doña María de Oquendo dotó el convento con una renta anual de cien mil ducados, la mitad proveniente de tributos de Sevilla y la otra mitad de los derechos de carga y descarga del puerto de Suances. El convento se construyó, extramuros alejado de la puerta de San Pedro, la que daba entrada a la calle noble de Rúa Mayor, en la parte alta del cerro de Somorrostro que se erguía entre las atarazanas y la bahía, en un espacio verde como todo el que rodeaba a la villa amurallada; un mundo de huertos y casas de labor, en la ladera que descendía hacia la Mies del Valle, distanciado de las viviendas de pescadores del Cabildo de Arriba, el mundo que dos siglos más tarde retratara Pereda en 'Sotileza'.
La desamortización y el Real Decreto del 9 de marzo de 1836 por el que se suprimían los monasterios y conventos hizo que los de Santa Clara, San Francisco y el de la Santa Cruz sufrieran nuevas ocupaciones, incluso su desaparición. En el solar del Santa Clara se edificaría el nuevo Instituto y en el de San Francisco y su huerta se construirían el nuevo Ayuntamiento y el Mercado de la Esperanza. El convento de Santa Cruz fue sede de la Tabacalera donde a finales del siglo XIX llegaron a trabajar más de mil personas. El virtual viajero del inicio de este artículo, cuando descendía de su visita al deteriorado convento de la Santa Cruz, sin duda tuvo que preguntarse lo que había ocurrido con el 'Tinglado de Becedo', un singular edificio construido en la parte baja del cerro y que, en su tiempo, había cambiado radicalmente la fisonomía de la entrada a la ciudad desde la Mies del Valle. Fernando VI y su ministro el Marqués de la Ensenada deseaban recuperar el esplendor perdido de la Armada, necesaria para mantener la imprescindible y constante comunicación con América. Juan Fernández de Isla, en conversación personal con el rey y su ministro, asentó la aportación de toda la madera necesaria para la construcción de nuevas naves, en el Astillero de Guarnizo y en los de Ferrol, Cádiz y Cartagena; posteriormente acordaron también la construcción en Guarnizo de ocho navíos armados con 70 cañones, cuatro en un año, y el suministro necesario para los mismos. Para afrontar este singular y arriesgado reto, Isla adquirió los terrenos disponibles en la parte baja del cerro, 740 carros de tierra, y, según Simón Cabarga, «se instaló en el corazón mismo de la villa impulsando la industria santanderina con una sorprendente irradiación sobre toda la provincia montañesa» donde en numerosos puntos puso en marcha martinetes, ferrerías, fábricas de papel, jabón, loza, cordelería, jarcias, aguardiente, suela, etc. En Santander estableció la fábrica de jarcias y cordelería y para ello construyó una única nave, desde Becedo hasta la actual plaza de Juan Carlos I, que según detalla José Antonio del Río, en Efemérides, era de 358 metros de largo por 21 metros de fondo (7.518 m2). Tan inusual edificio se construyó en sólo tres meses y Simón Cabarga describe gráficamente su impacto: «Si un vecino de la villa se hubiese ausentado de ella en 1752 y regresara en los últimos meses de aquel año, quedaría sorprendido cuando al llegar a la Mies del Valle, divisara por la derecha, al pie del convento de Santa Cruz, un amplísimo edificio que antes no existía (…) tan rápidamente construido, del cual nada se hablaba en los corrillos de la villa pocos meses antes. Por encima de sus tejaroces se mecía al viento la ininterrumpida corona verde del arbolado de Calzadas Altas». Funcionó escasamente tres años. La caída del Marqués de la Ensenada arrastró a Fernández de Isla y sus proyectos y el tinglado fue ocupado por almacenes, tiendas, mesones, pequeñas industrias. La documentación fotográfica da fe de ello, en la parte alta de la calle Burgos, en la década de los años 40.
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