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La rehabilitación del abandonado Hospital de San Rafael como sede del nuevo Parlamento de Cantabria permitió seguir disfrutando de un noble edificio de finales del siglo XVIII, sin duda un regalo para una ciudad que perdió casi todas las referencias de su historia en el ... incendio de 1941.
San Rafael se construyó por el deseo y la decisión del obispo Rafael Tomás Menéndez de Luarca, que llegó a Santander en la tarde del 3 de noviembre de 1784 a los 41 años de edad. En su biografía, don Sixto Córdoba lo definió: «Corazón de oro en pecho de cristal con alma de niño y pecho de gigante. (…) Laborioso, intrépido, inflexible, y a la vez angelical, bondadoso y sumamente caritativo». Preocupado por los más necesitados, al llegar a Santander encontró que para su atención sólo existía un viejo hospitalillo, atendido por la Cofradía de la Misericordia, que ocupaba un piso alquilado que, después de haber servido de asilo, hospital y cuartel, sólo disponía de doce camas y muchas necesidades. Como Santander y sus cuatro lugares necesitaban un hospital y otros servicios de los que carecía, y conocedor de que el erario público no los podía sufragar, decidió que se acometerían por el obispado. En 1790 ya había iniciado la construcción de la Casa de Arrecogidas de Santa María Egipciaca, en la actual plaza de Juan José Ruano, que más tarde sería la cárcel de Santander hasta que en los años treinta se construyó el Centro Penitenciario de la calle Alta, en el solar del cementerio San Fernando y, en junio de 1791, se inauguraba el nuevo hospital sobre la loma de Somorrostro, en terrenos amplios y ventilados y fuera del centro urbano, como recomendaban las últimas normas higiénicas.
El hospital se presupuestó en un millón de reales y don Rafael sólo tenía tres onzas de oro. Al preguntarle el arquitecto Alday, autor del proyecto, con qué medios contaba para realizar la obra, la respuesta del obispo fue: «A emprender las obras sin cuidarse de lo demás». Confiaba en la generosidad de los santanderinos y en uno de los primeros trabajos del impresor palentino Riego, a quien ayudó a establecerse en Santander en 1791, pidió «ayuda económica para lograr el ansiado hospital». Según Sixto Córdoba, «intervinieron pródigamente los de siempre: los indianos montañeses de Cuba y México y otros países de América y que en tres años había terminado la obra». Santander, con recursos del Real Consulado, había aportado 60.000 reales. Renunció a los arzobispados de México y Sevilla. Recorrió en varias ocasiones la diócesis en visita pastoral y estando en Penilla de Cayón falleció el 19 de junio de 1919. Marcelino Menéndez Pelayo dejó escrito sobre él este juicio: «Fue portento de caridad, padre de los pobres y bienhechor grande de la tierra montañesa».
En 1834 el Ayuntamiento de Santander encargó a su Junta Municipal de Beneficencia la dirección y administración del Hospital y en 1847 acordaron con las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl que se responsabilizaran del régimen interior, gestión que llevaron a cabo hasta el fin del hospital. En 1868 llegó a la comunidad, desde el Real Noviciado de Madrid, sor Ramona Ormazábal y Goicoechea, nacida en Tolosa en 1849, que viviría en San Rafael toda su vida. Fue secretaria de la Fundación y desde 1888 superiora de la comunidad. «Fundó la Casa de Maternidad en un terreno independiente del hospital que ella compró y donó a la Diputación para establecer allí la Inclusa y Maternidad, liberando así a los niños del contacto más o menos directo con heridos y enfermos. Este había sido el deseo por el que habían luchado sor Ramona y la comunidad». Hasta entonces compartieron el hospital servicios de asilo, hospicio y casa de maternidad. «Sor Ramona llenó la historia del Hospital de San Rafael y de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl en Santander (…) Aunque brilló por sus dotes de gobierno, su labor más ímproba fue la entrega caritativa, que se hizo más patente en los momentos de peste, catástrofes y guerras que afectaron a Santander en esos años».
En 1869 la Diputación de Santander, ante la imposibilidad del Ayuntamiento de asumir los gastos que generaban todos los servicios, se hizo cargo de la dirección y administración del hospital. El texto entrecomillado de este párrafo está tomado del Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia. Sor Ramona se enfrentó: en 1885, a la trágica epidemia de cólera que afecto a uno de cada 20 españoles; en 1893, al Machichaco, la jornada más dramática y luctuosa de la historia santanderina. Narra 'Pick', en sus memorias de infancia: «Salimos en procesión hasta acogernos a un piso de la calle Burgos, número 30, donde ya se hallaban otras ramas de nuestra familia. ¡Qué noche más espantosa la que allí pasamos hasta el alba! (…) Recuerdo que mi padre impedía que nos asomáramos al balcón cuando se oía el ruido de las ruedas de pesados carros, era que aquellos carros llevaban hacia el hospital, por la Cuesta de las Ánimas, brazos, piernas, troncos sin cabeza, piltrafas horribles recogidas a palas en el gran matadero de Maliaño!»; y una superviviente recordaba: «Poco después de llevarme al hospital llegó mi hermana, que me andaba buscando entre los muertos y los heridos. Le pedí un poco de agua y, apoyándome en ella, me asomé al patio para ver los muertos que iban dejando en fila muy 'arrimaducos' a la pared. Y enseguida a cortarme la pierna». Enrique Menéndez Pelayo, médico del hospital desde 1885, a quién le cogió la explosión cuando llegaba a San Rafael para cubrir su turno, dedica el último capítulo de sus 'Memorias de uno a quién no le sucedió nada' al recuerdo de esta noche y del hospital. «En aquella lúgubre noche alguien dijo: 'Esta sor Ramona es admirable. Le cabe un Machichaco en la cabeza'. Sor Ramona lo mostró: A sor Ramona le cupo un Machichaco en su cabeza. Para ello es preciso que quepa en el corazón la caridad, que es cosa más grande que el Machichaco».
Para agradecer sus cincuenta años de entrega al Hospital, la Diputación solicitó la concesión a sor Ramona de la Gran Cruz de la Orden Civil de Beneficencia y el acto programado hubo de aplazarse a causa de la gran epidemia de gripe de 1918 que ocasionó la muerte, en el hospital, entre otros muchos, de cuatro enfermeros y dos Hijas de la Caridad.
Murió el 20 de enero de 1920 y sus restos descansan en el Panteón de Hijos Ilustres de Santander. Al ser mujer, se cambió la denominación por Panteón de Personas Ilustres.
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