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La crisis del coronavirus no nos ha hecho más fuertes ni más eficaces, pero si ha puesto de manifiesto la necesidad de mantener determinados valores, ... valores que las prisas y la improvisación han pretendido arrebatarnos. Tras la pandemia seremos más solidarios (la forma políticamente correcta de renombrar la virtud cristiana de la caridad), más resistentes y tendremos una mayor capacidad para entender nuestra propia fragilidad. Otras virtudes, en cambio, han quedado seriamente debilitadas, porque, con el pretexto de adoptar medidas urgentes y de remediar un mal coyuntural, se han desdibujado de manera grave.
El universo de la educación, por ejemplo, ha sido profundamente afectado ya que se tuvieron que suspender las clases presenciales durante un largo periodo. Y lo más perjudicial no ha sido esa pérdida de días lectivos, ni los obstáculos para implementar las clases a distancia, ni la desorientación para alumnos y profesores. Creo que lo más grave ha sido la puesta en almoneda de uno de los valores esenciales: el esfuerzo, que es necesario para el aprendizaje y que del mismo se obtiene una recompensa.
En la educación universitaria, que otorgará títulos profesionales que vertebrarán la sociedad futura, ha habido una tendencia a la relajación del sistema formativo, con un cierre anticipado del curso y una especie de aprobado general que contenta a los alumnos, pero rebaja sus niveles de competencia profesional. También, se han evidenciado las carencias existentes para desarrollar adecuadamente la enseñanza virtual, que precisa de medios tecnológicos suficientes y ágiles. Con el covid-19 se ha acentuado una tendencia, iniciada hace años, a reducir la exigencia en la educación. Esa rebaja del precio, en esfuerzo y formación, de los títulos académicos, refuerza la desigualdad e impide que funcione el ascensor social. Hasta durante el franquismo se mantuvo la exigencia en la formación como instrumento para otorgar titulaciones, y con ello miles de jóvenes de clase media baja lograron ocupar puestos relevantes, mientras que algunos de los mejor dotados económicamente se vieron privados de ocupar esos puestos. De esa manera se forjan las sociedades prósperas y justas.
En este periodo singular y especial se ha visto este fenómeno en la universidad. En Cantabria existen tres universidades: la más antigua, y que ofrece una formación no sujeta a emitir titulación, la Internacional Menéndez Pelayo (UIMP); junto a ella, la Universidad de Cantabria (UC), el núcleo más importante de la formación superior; y la más joven, la Universidad Europea del Atlántico (Uneatlántico) de iniciativa y gestión privada. Además de la fuerte inversión que supuso la creación de esa universidad privada para nuestra región, ahora sirve para que, sin gastar ni un euro del dinero de nuestros impuestos, se generen puestos de trabajo y vengan a Cantabria estudiantes de otras comunidades autónomas, de Europa, América, África y Asia. En esta crisis, la Uneatlántico ha mantenido una potente actividad docente a distancia y ha recuperado la enseñanza presencial en cuanto se ha levantado el estado de alarma, de manera que los exámenes finales se realizan estos días de forma presencial, así como las tutorías.
Uneatlántico ha lanzado un mensaje transparente: no se debe rebajar la exigencia académica, porque ese camino conduce a la degradación y devaluación de la titulación universitaria. Por el contrario, en tiempos de dificultad, lo acertado es apoyar a profesores y alumnos con medios de todo tipo para que el proceso educativo siga su curso. El recurso a rebajar los niveles de exigencia académica no es acertado. Por el contrario, supone un refugio para quienes no están dispuestos a realizar sacrificios en beneficio de las jóvenes generaciones.
La clave para que las virtudes de mérito y esfuerzo se mantengan reside en no dejarse vencer ante las dificultades, si no por el contrario pugnar por vencer los obstáculos. No rebajar los niveles de exigencia y, en paralelo, proporcionar a los alumnos los medios y los estímulos precisos para completar su formación.
Esencialmente se ha logrado mantener vivo el valor del esfuerzo, del trabajo, del estudio y, finalmente, del mérito para alcanzar una titulación universitaria. Preservar esos valores resulta básico para construir una sociedad más justa, más inclusiva y más avanzada. La universidad no es, no debe ser, una institución que expende títulos. Por el contrario, es el laboratorio en el que se conjuga la formación de nuevas generaciones de profesionales y la investigación que permita el avance de la sociedad.
La simbiosis de los dos modelos: el de las empresas públicas que conviven con las privadas, se ha mostrado eficiente. Para Cantabria la existencia de una gran universidad pública, con más de medio siglo de existencia y su convivencia con la Universidad Europea del Atlántico, que apenas supera el lustro de vida, ha aportado que los jóvenes de nuestra comunidad, y de otras limítrofes, tengan la oportunidad de cursar grados que antes obligaban a residir cuatro años fuera de su hogar. Junto a ello, ha atraído, con la construcción y gestión de una residencia universitaria, a alumnos de fuera de la comunidad y del extranjero. No debemos olvidar que la clave para crear una sociedad mejor reside en que cada generación reciba las herramientas formativas, que les permitan superar los logros de sus progenitores.
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Ana del Castillo
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