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Cuando el mundo sueña con un metro cuadrado suspendido de una fachada, en cada pueblo el dintel es la inmensidad del valle o el abismo del acantilado. Los parabienes y promesas al mundo rural, mientras dura la pandemia, son proporcionales a su retorno al olvido ... y menosprecio cuando ésta pase. Esta parte de nuestro país está aún más olvidada que vaciada. Curiosa paradoja cuando somos sus poco agradecidos herederos.
En Cantabria, quien más y quien menos es de pueblo. Rasquen un poco en su libro de familia -tranquilos no pasa nada, no duele-. Además, conviene tener en cuenta que lo que llamamos por estos lares ciudades, en comparación con ciertas urbes, son en realidad pueblos grandes.
En estos días muchos retornan al pueblo, lo redescubren. En ocasiones el elogio de la vida rural es una pose que dura el mismo tiempo que tarda en aburrirnos la postal bucólica vista en National Geographic o Canal Viajar. Porque tal vez el gallo no canta cuando toca o la cosechadora pasa a la hora de la siesta. ¡Dónde vamos a llegar!
Hay pueblos vividos, reales y otros trampantojos o escenarios para el turista. Ambos, más de lo deseable, son vistos a través de una fugaz fotografía y no disfrutados a golpe de suela y despreocupada plática.
Mi amigo Jaime se sonríe irónicamente cuando oye a fulanito que si vienen mal dadas él se viene al pueblo y con cuatro gallinas y una huerta no necesita más para vivir de lujo. Aquél mira el tractor Massey Ferguson de casi 100.000 euros y la nave repleta de patatas que le pagan a 30 céntimos el kilo, si el año viene de cara, y no le salen las cuentas tan claras como al iluminado de las gallinas.
En mi pueblo no hay nada... Ni Mercadona, ni Starbucks, ni bar, ni semáforos... Pero sí hay un petirrojo descarado que me persigue cada mañana, una iglesia románica que se vislumbra desde mi balcón con vistas, robles y hayas para aburrir y balas de 7mm de fusil mauser clavadas en la fachada de mi casa... También muy de vez en cuando pasa un coche colorado y pita. Y a media tarde siempre conversas de nada con alguien que te has encontrado. Sin prisa.
Este pueblo no es mejor que ninguno, pero es el mío, o el tuyo. De nacimiento, de adopción o porque te da la gana. Porque uno puede ser de donde se sienta o quiera, aunque su rostro, su DNI, o su ADN digan lo contrario. Tener pueblo, ser de pueblo es un lujo aún por descubrir y valorar en su justa medida.
Mi pueblo, en Valderredible, es mi Toscana, mi Nepal, mi carretera 66 y mi Serengueti. Una aventura cada día, tan cotidiana y cercana como irremplazable e irrepetible. Seguramente igual que la tuya cambiando tan sólo los nombres. Me voy al pueblo.
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