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Tres años atrás. Se juega un Racing-Gimnástica, el último por ahora, y decido acudir al estadio después de una prolongada ausencia. Evito conducir si ... no es imprescindible, por lo que subo a un autobús en Correos. Aunque faltan dos días para el partido, me acerco con tiempo a la taquilla de El Sardinero con el fin de adquirir la mejor localidad posible. Comienza a anochecer, el autobús va semivacío, y un joven, enemigo declarado del jabón y el desodorante, está de pie y habla solo y en voz alta. Tiene una melopea de cuidado, pero no se mete con nadie. Los viajeros, apenas una decena, le oímos sin curiosidad y sin remedio hasta que pulsa todos los timbres. «¡Joder, me meo! Si la siguiente parada no es la mía, me meo aquí mismo». El autobús se detiene. «¡Coño, si tampoco es esta!». El tío se agarra el paquete. «¡Me meo, me meo!». Nueva parada, cruza las piernas y baja como puede. Logra no mear en el autobús. Por los pelos.
Los verdaderos meones de Santander no son los niños de bronce de la fuente de ese nombre, donada por Victoriano López-Dóriga, de la que se cumple el 125 aniversario de la instalación en los Jardines de Pereda. El joven del autobús se alivió probablemente en cualquier sitio, dada la urgencia del momento, pero no es fácil encontrar en la ciudad un lugar público donde churrar, voz autóctona cuyo significado solo se entiende en Cantabria. Hay un mingitorio, expresión de los más versados y elegantes en el decir, entre el hotel Bahía y el Centro Botín, pero está sin estar porque casi nadie sabe que está, y no es recomendable su uso por la mugre que acumula. Otros, bien aseados, se sitúan en la entrada de Los Peligros, junto al Tenis, en la península de La Magdalena y en el Parque de Mesones, además de los de pago del Mercado del Este.
Así que hay gente que, como los perros, mea en los árboles, en las farolas, en los setos, en el templete de la música, en las esquinas de los edificios y en las puertas de los garajes. Es imposible acabar con los gochos habituales, pero haría bien la alcaldesa, dado que el problema afecta más a las mujeres, en intentar resolverlo con la puesta en servicio de nuevos urinarios en las zonas concurridas. Y no solo por facilitar la vida al ciudadano y desterrar las malas costumbres y peores olores, sino para evitar sofocos innecesarios. Doña Encarnación aún se está reponiendo del susto sufrido cuando, al salir del portal a tirar la basura, sorprendió a un fulano con la chorra al aire, extraída seguramente por perentoria necesidad y no con ánimo de ventilarla. Doña Encarnación afirma que nunca vio nada igual, aunque no aclaró a qué se refería en concreto.
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Ana del Castillo
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