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Para quienes tenemos afición por la historia contemporánea de Europa, este año es el centenario de un acontecimiento cuyas consecuencias todavía vivimos: la Paz de Versalles de 1919, con sus secuelas de tratados con los derrotados socios de la derrotada Alemania. En general, Versalles fue ... un éxito del principio de las nacionalidades y convirtió el mapa de los imperios europeos en un mosaico de estados nacionales que, más o menos, es el actual, con algunas correcciones de fronteras a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y del hundimiento del imperio soviético en los 90.
El caso es que la consolidación de este mapa ha requerido dos fenómenos muy notables. El primero, unos desplazamientos o exterminios de población que han de constar en las páginas más negras de la biografía de nuestra especie. Hoy Polonia o Lituania son étnicamente homogéneas, pero lo son sobre montañas de cadáveres y tragedias sin fin, que aún persiguen las memorias históricas de esos países. (En un congreso académico en Kaunas, hace menos de un año, fui testigo de cómo un ciudadano interrumpía una presentación para protestar por la falta de respeto al Holocausto lituano en un proyecto urbano en Vilna, la capital. Un semiólogo francés con buenos reflejos le hizo ver que ese no era el momento correcto para plantear el tema).
El segundo fenómeno es la Unión Europea. Los nacionalistas, con ayuda del presidente norteamericano Woodrow Wilson (que era historiador), destrozaron los imperios y crearon unas dificilísimas situaciones diplomáticas, que finalmente llevarían a otra gran guerra. El proyecto de federación europea es la solución al problema generado en 1919. Hubiera sido mucho más razonable convertir aquellos imperios en reinos federales de tipo liberal y concertados en diplomacia, al estilo británico. Mucha gente hubiese sobrevivido: hoy Europa tendría tantos habitantes como la India, pero con un nivel de vida y una integración cultural muy superiores.
También nuestra España, y esta Cantabria en que fallecía José Estrañi y nacía José Luis Hidalgo, es consecuencia del 1919 nacionalista. Después de haberse retirado de las Cortes los catalanistas en noviembre de 1918, una asamblea liderada por los regionalistas de la Lliga de Francesc Cambó elaboraron en enero un proyecto de estatuto de autonomía para Cataluña. Después lo remitieron al parlamento e intentaron que fuera sometido a un referéndum. El Gobierno liberal de Romanones, aunque no rechazaba la idea de una autonomía catalana, tampoco aceptaba sujetarse al texto de la Mancomunidad. El estallido de problemas sociales graves dejó en punto de muerto la presión que mediante los municipios querían hacer los catalanistas.
Es claro que la efervescencia nacionalista en Europa fue aliciente para nacionalismos y regionalismos en España, entre ellos el cántabro. De 1919 data el libro 'Centralismo y regionalismo' del sacerdote Mateo Escagedo Salmón, al año siguiente designado profesor de historia en el Seminario de Corbán. Allí se planteaba la autonomía para la provincia santanderina, desvinculada de Castilla. Hubo hasta una polémica ese año por el intento de algunos castreños de integrar la villa en Vizcaya, vistas las ventajas de foralismo. Y pronunciamientos por una organización regional de la propia Castilla y sobre el papel que Santander tenía que desempeñar en un nuevo mapa económico-administrativo.
En cierto modo, el problema de la 'desimperialización' de Europa en 1919 había sido ya experimentado por España de forma pionera en su etapa postimperial, certificada por la derrota de 1898. Tampoco nosotros supimos resolverlo bien, yéndonos de unos extremos a otros. Nuestro actual estado autonómico es un intento de equilibrar la fiebre diferencial del Novecento con la necesidad de economías de escala en la civilización contemporánea. Llevamos cien años en ese proceso y, como no se ha cerrado, por ese motivo recibimos tantas noticias que parecen un 'déjá vu'.
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