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Si analizo asépticamente la aparición de la Pedroche en la retransmisión de las campanadas de fin de año no consigo encontrar nada censurable. Es un juego en el que todos ganan, un 'win-win' en cadena: Antena 3 gana audiencia y dinero, la Pedroche y ... compañía ganan notoriedad y dinero, ACNUR gana visibilidad y dinero y los telespectadores ganamos emoción aunque no dinero. Incluso la televisión como medio de comunicación gana en unos tiempos en que, según dicen, son malos para ella. Aunque por lo visto, la TV parece que es capaz todavía de reunir a la familia, al menos en momentos tan puntuales como las campanadas de fin de año: todos contentos comiéndonos las 12 uvas en 12 segundos que son 12 deseos, aunque nadie consiga desearlos, que bastante tenemos con no atragantarnos en el camino, antes de que estalle el ¡Feliz año 2023!
Por tanto, en la noche del vestido de la Pedroche todos ganamos legítima y legalmente y los que pierden, principalmente las cadenas de televisión competidoras, no pueden quejarse aunque algunas lo haya hecho.
Sin embargo, más allá de los análisis racionales y económicos, hubo algo en el 'momento Pedroche' (como diría Boris) que no me gustó y que me produjo rechazo. No se trata de una censura moral. Me parece que tiene que ver más con la inteligencia emocional o con una cierta sensibilidad cultural, con algo localizado en esa zona en que la ética y la estética comparten y en la que se confunden. Lo digo porque de repente todo me empezó a parecer 'feo', muy 'feo', y empezó a molestarme lo que estaba viendo. Creo que el origen de esa molestia era -es- el contraste violento que se produce entre ese 'supermomento' colectivo con la proyección ideal que tengo de mí mismo y de la sociedad en la que me gustaría vivir. Creo que esa es la 'sinrazón' por la que no me gustó. No me gustó, por ejemplo, que media España aún esté pendiente de si una famosa se desnuda, más cuando sabemos de antemano que no se va a desnudar porque si lo hiciera se le acabaría el chollo. Tampoco me gusta que funcione todavía -o más que nunca- ese morbo de baja intensidad que dirige nuestras pupilas en busca de un trozo de pecho, de culo, o de vientre. O la curiosidad sobre si el supuesto y expectante bodypainting nos dejará ver en detalle a la Pedroche en cueros.
Igualmente no me gusta, incluso me irrita, que estemos pendientes de cómo va a ser el vestido de este año, cuando sabemos que será alguna patochada pensada necesariamente para llamar la atención. Ni el cotilleo colectivo que hay detrás del 'No me lo puedo perder' que tiene como complicidad y coartada la propia expectación social del numerito. Porque no me gusta y me cabrea verme y vernos como un país de palurdos antiguos que nos creemos modernos, aunque sea solo un día o por ser precisamente un día tan señalado. Y aún me gusta menos que nos intenten vender el vestido como una obra de arte, aunque es verdad que hoy en el arte contemporáneo cabe de todo. Y lo que claramente no me gusta, me asombra y me chirría es que ACNUR (Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, nada más y nada menos) ande metida en este teatrillo de Antena 3 y la Pedroche. Aunque la ONU no sea una organización muy seria, el asunto de los refugiados sí lo es y creo que ACNUR se desprestigia con este tipo de apariciones. No creo tampoco que esta frivolidad le haya revertido en donaciones.
Fue en el momento en que ACNUR y la paz aparecieron en el discurso atropellado de la diva cuando empecé a sentir vergüenza, propia y ajena, ante una escena que me pareció delirante y grotesca. La capa del vestido se transformó en un rígido 'capazo' que tenía aprisionada a nuestra 'refugiada' Predoche quien, con gran dificultad y una falsa sonrisa, intentaba desprenderse de él. En su intento desesperado fue apareciendo su bodypainting que sólo cubría sus antebrazos para decepción de todos y que, por si fuera poco, iba desapareciendo como si de polvo de talco se tratara. Una vez liberada de su tienda de campaña con logotipo de ACNUR customizado por refugiados, quedamos impactados por una especie de corsé blanco y espatarrado que un Chicote, espeluznado y con los ojos fuera de sus órbitas, nos aclaró que se trataba de la paloma de la paz. Nuestro cocinero se había prestado antes a ayudar a nuestra diva a desembarazarse del vestido porque veía que se acercaba el momento de las campanadas. Y ella empeñada en aprovechar hasta el último segundo para hablar de su capa-refugio-vestido porque, como dijo, «llevo todo el año trabajando en esto».
En fin, menos mal que en medio de este momentazo me dio la risa, sabio y eficaz mecanismo de defensa para contrarrestar la vergüenza propia y la ajena.
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