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«La culpa fue del chachachá» ya lo cantaba Gabinete Caligari hace treinta años. No es ninguna novedad. España está de luto sin banderas ni ... crespones negros, y por fin sabemos que el plan del Gobierno consistía en no tener plan. Pasaremos del arresto domiciliario a la nanolibertad vigilada, pero amanece, que no es poco, en el camino hacia un destino de nombres inquietantes, desescalada y nueva normalidad, es decir, la anormalidad crónica y la separación permanente. El mérito del Gobierno con más ministros de Europa en época de carencia es cuádruple: se enroca y no reconoce errores, solivianta a todos a la vez -científicos, médicos, farmacéuticos, sanitarios, jueces, policías, empresarios, autónomos y señoras de la limpieza-, desliza amenazas veladas sobre la posibilidad de un corralito e intenta cercenar la libertad de expresión. El Gran Hermano nos vigila.
En los tiempos de la canción del Cola Cao, en la España pobre, iletrada y atrasada de los cincuenta y sesenta, un día al año, el del Domund misionero, los niños salían a la calle provistos de una hucha con forma de cabeza de chinito o de negrito. Pedían para otros niños aún más pobres. En las escuelas públicas de Santander se desayunaba leche en polvo, las tiendas de barrio vendían al fiado, el chocolate se compraba en onzas, la ropa decente era de exclusivo uso dominical y en clase se cantaba obligadamente el Cara al sol. Los más pequeños no entendíamos bien lo de «impasible el ademán» y gritábamos «imposible el alemán», que quedaba más propio, también rima y nadie se enteraba. Hoy, si tras el desastre sanitario llega el económico, no es descartable el regreso a aquella miseria y a las limosnas en huchas con forma de cabecitas de españoles.
Mientras Iglesias critica a Amancio Ortega vestido con una cazadora de Zara, hay heroínas cántabras de las que no se habla. Cuando la ausencia de protección era dramática, un grupo de mujeres se dejó tiempo y salud fabricando mascarillas de más calidad que las servilletas de Revilla. Cada tarde, un coche se acercaba a varios domicilios, dejaba su carga de telas y las voluntarias las daban forma cosiendo durante horas. Las entregaban la tarde siguiente para recibir otra tanda de veinte, cincuenta, setenta, cien. Ese es solo uno de los ejemplos privados, altruistas y desconocidos en el combate contra la pandemia librado desde casa. Al tiempo, en La Moncloa insisten en lo acertado de una estrategia tardía y torpe. Pero la culpa es del chachachá, ya se sabe. «Y yo bolinga, bolinga, bolinga, haciendo frente a la situación».
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