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Éramos felices… y no lo sabíamos», se decía en una columna periodística en los peores momentos de la pandemia, y a mí me vuelve esa ... frase día a día al comprobar lo poco que apreciamos lo que tenemos. ¿Recuerdan qué sentimiento tan terrible el de no poder salir a la calle en libertad ni atender a tus familiares, todo el día con la mordaza puesta, con la cabeza perdida en la catástrofe, en la ruina, en la desesperanza? A veces con rabia o con pena, pero fue un gran momento para entender la importancia de la política en nuestra vida cotidiana, lo difícil e ingrata que puede ser la tarea de gestionar los riesgos colectivos y conseguir que hospitales, policías y servicios esenciales sigan funcionando.
Por eso, en estos días preelectorales, cada vez que oigo desvalorizar a los políticos, ridiculizar el acto electoral o despreciar nuestra democracia pienso en lo poco que valoramos 'la nueva normalidad' recuperada, cómo damos por supuesto que nos merecemos todo lo que tenemos sin comprender la complejidad social, científica, económica y política que ha posibilitado que no se cumplieran las nefastas predicciones que todos teníamos.
Por un momento desearía que quienes propugnan la abstención electoral, afirman «pasar de política» o anteponen cualquier antojo a su compromiso cívico se vieran transportados a Sudán, China, Indonesia, Rusia o a cualquier otro lugar donde no es fácil amar, opinar, trabajar, rezar o vivir en libertad. Volverían corriendo en busca de papeletas, celebrando la suerte de haber nacido europeos, que eso no se elige.
Pero, más allá de las circunstancias sociopolíticas, me aturde comprobar cuánto apreciamos al amigo una vez ha fallecido, cómo damos por obvia la salud hasta el momento que nos falla, qué añoranza sentimos por los hijos ya independizados cuando no hacía tanto creíamos ansiar que se fueran de casa. Somos raros: en lugar de apreciar el momento presente esperamos a perderlo para añorarlo. Como si viviéramos nuestras vidas en diferido.
Se me viene a la cabeza que con la costumbre de bendecir la mesa antes de cada comida se ha perdido algo cuyo valor iba mucho más allá de lo religioso: la capacidad de agradecer el alimento, la compañía, el techo que nos cobija y reúne. Pueden parecer nimiedades, pero no lo son. La capacidad para disfrutar de la vida, para ser feliz sabiéndolo, estriba en los detalles, en la consciencia de que casi todo lo que hacemos es posible gracias al trabajo de otros, ya sean los productores de alimentos como los fabricantes de todo lo que consumimos o los profesionales, familiares y seres queridos que nos cuidan y ayudan.
Solo que este asunto del agradecimiento resulta delicado de explicar: parece tan obvio, tan insustancial, que uno se siente casi senil por mencionarlo; es algo tan sencillo de entender como difícil de practicar. Lo intentaré con un ejemplo: el de los ingresos hospitalarios de mis padres, siempre diciendo que la comida era magnífica mientras sus compañeros de habitación muchas veces se quejaban de esto o lo otro, tal vez sugiriendo a qué gran nivel culinario estaban acostumbrados. Pues eso.
Así, y por legítima que me parezca la insatisfacción con el actual Gobierno no me explico el tono negacionista y cancelador de muchas de las propuestas políticas que estamos escuchando estos días. A nadie se le obliga a abortar, ni a ejercer la eutanasia, ni a ser trans, ni a rebuscar a sus antepasados en la fosa común, por eso no entiendo el empeño en negar tales derechos a quienes necesitan ejercerlos.
En los apuntes de Selectividad de mi hijo, en el apartado referido a la victoria de la CEDA en noviembre de 1933, se resumía así el segundo bienio republicano: derogar todo lo realizado por Azaña, lo que exacerbaría el radicalismo de las izquierdas. Deshacer lo que ha hecho el otro como proyecto principal: ese es el miedo que me provocan algunas de las propuestas actuales.
Deberíamos pasar el día agradeciendo no tener que abandonar nuestra tierra para meternos en una patera o apreciando que haya quienes no se conforman con quejarse del calor y trabajan por una mayor implicación colectiva en la lucha contra el cambio climático, por mencionar dos cuestiones que me parecen principales, pero no.
Necesitamos otra actitud ante las víctimas de la guerra, del hambre y de toda forma de violencia, una actitud menos negativa, menos preñada de resentimientos y rechazos, un poco más solidaria con quienes tienen auténticos motivos de queja, un poco más agradecida por el disfrute de lo que tenemos. Para que no volvamos a lamentar lo felices que éramos sin darnos cuenta.
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