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La conversión de la realidad en objeto de debate ha producido frutos benéficos y no sólo, como temían los apocalípticos, el derrumbe moral de ... todas las cosas. El mundo emerge hoy ante nosotros con un color disminuido, acaso mucho más abarcable de lo que se lo encontraron nuestros antepasados. Creemos (o lo hemos creído hasta la llegada del coronavirus) que la naturaleza está, por fin, domesticada y que las inclemencias de la intemperie ya no resultan definitivas. Bien lo sabían los sabios de la Biblia, que, pertenecientes a sociedades campestres, se atrevían a proclamar aquello de: 'He puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas, tú y tu descendencia'. Entonces, las cosas eran más sencillas.
La vida tenía, en efecto, un peso rotundo; la importancia de permanecer siempre en alerta, atento al enemigo, a las bestias o a una simple infección de muelas que te conducía rápidamente al Valle de Josafat sin darte tiempo de sintonizar Netflix. Dios era, desde ese primitivo y exigente punto de vista, el protector del justo. Y su juez. Apenas quedaba espacio para nada más. No había política.
En nuestras envejecidas sociedades, sin embargo, víctimas todos del virus y de una grave desconfianza en el futuro, pareciera que arraigan de nuevo los temores arcaicos, pero sin mezclarse con la inercia ideológica de los dirigentes, que insisten en desarrollar sus agendas. Se trata de cavar aún más hondo las trincheras. La flamante ley de la eutanasia es bandera poderosa y, quizás, un elemento de justicia. Pero aprobar el derecho a la muerte es, indudablemente, inoportuno mientras tantos miles no pueden elegir la vida.
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Ana del Castillo
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