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No sé si se debe llegar a tanto como la presidenta socialista del Parlamento de Cantabria, que declara que los partidos de la «nueva política» (traducido: Podemos y Ciudadanos) «no han dado la talla». Después de todo, si el PSOE ha seguido gobernando Cantabria ... desde el 80% del presupuesto y desde importantes alcaldías, ha sido precisamente gracias al entusiasta complemento de los «emergentes». La coalición PRC-PSOE recibió luz verde de Podemos en 2015 a la elección de Revilla como presidente. Fue confirmada por este mismo grupo con su apoyo a los presupuestos de 2016. En 2017, fue Ciudadanos quien brindó el báculo a los gobernantes cántabros, y en 2018 los salvó una parte de Ciudadanos, su escisión parlamentaria. Ahora, de cara a 2019, vuelven a competir los emergentes por hacerse los importantes en un presupuesto donde todo lo que figura está escrito en la arena, menos lo que se van a llevar los bancos, que está en mármol de Carrara. Es decir, que el comentario presidencial quizá omitió estos impagables servicios prestados al gobierno por los novatos del hemiciclo.
Sea como fuere, la nueva política ha tardado alarmantemente poco en desarrollar los vicios de la vieja, es decir, en hacerse tan vieja como la vieja, pero en mucho menos tiempo, lo que indica aceleración insólita y un tanto patológica en el envejecimiento.
Los hechos no requieren sesudos comentarios. Ciudadanos y Podemos se han roto en las dos principales instituciones donde hallaron representación: el Parlamento regional y el Ayuntamiento de Santander. Ciudadanos expulsó además a sus dos concejales en uno de los mayores municipios, Piélagos. Las discusiones del podemismo en Santander llegaron a los tribunales. Que es donde ahora se ventilan las diferencias sobre las elecciones primarias para la candidatura autonómica morada. Por tanto, el sencillo registro de acontecimientos no avala ninguna superioridad moral de la «nueva» política sobre la «vieja», y en esto tiene su punto de razón la señora Gorostiaga.
Si tomamos un poco de perspectiva, con óptica más generosa y amable, podremos considerar lo ocurrido con los emergentes como efecto de dos factores inevitables. El primero de ellos es la curva de aprendizaje. Nadie nace aprendido. Lo mismo que los viejos partidos (PSOE, PRC y PP) pasaron sus graves crisis como proceso de conocimiento que luego los ha postulado como partidos capaces de gobernar (mejor o peor, cada uno valorará), los nuevos tienen que estrellarse en sus propios yerros para adquirir sabiduría… mientras los contribuyentes pagamos tan cara matrícula. El segundo factor consiste en la naturaleza humana. Pensar que por vestirse de naranja o de morado van a desaparecer las siete tentaciones correspondientes a los siete pecados capitales es no solo una ingenuidad, sino además una actitud peligrosa, porque supone bajar la guardia ante los defectos comunes a todos. Hasta Pablo Iglesias se ha rendido a un chalé con piscina (símbolo arquitectónico de la casta, instalación antiecológica, la zona más pija de Madrid…), y dos tercios de sus afiliados se lo han aplaudido en referéndum, redefiniendo magníficamente el concepto constitucional de «vivienda digna». Si garantizan chalé con piscina a cada familia, no dudo de que lograrán una mayoría muy superior a la de Felipe en 1982.
La naturaleza humana es algo que ya estaba prácticamente conformado hace 200.000 años. Sus impulsos primarios, apenas modulados por la educación, el derecho, y los didácticos coscorrones que la vida propina a cada trayectoria individual, siguen ahí. Daniel Innerarity, que acaba de recibir el Premio Eulalio Ferrer, ha advertido en Santander sobre la «degradación» de la democracia, fenómeno que tiene entre sus varias causas el desnivel entre la complejidad de los problemas y la capacidad de participar fundadamente en su solución. Las groseras simplificaciones dirigidas a nuestro estrato emocional homínido ganan las elecciones, pero no proporcionan las soluciones. Al final «alguien» tomará decisiones en las que el único papel de los parlamentos será la escenografía. «Representación» tendrá entonces el sentido teatral, no el político. El político es cada vez más actor y menos agente.
De «vieja y nueva política» ya hablaba en 1914 el joven catedrático José Ortega y Gasset, en el lanzamiento de la Liga de Educación Política. Diez años después, «nueva política» era la dictadura de Primo de Rivera (contaba el historiador Claudio Sánchez-Albornoz que Alfonso XIII fue a Roma y dijo «este es mi Mussolini»). Otros diez años después, «nueva política» era sublevar a los mineros de Asturias contra la República y proclamar el estado catalán en el balcón de la Generalitat. Aún diez años más tarde, la «nueva política» era el estado autárquico que Franco erigía sobre una tremenda represión de posguerra. Otros diez años después, «nueva política» era el acuerdo con Estados Unidos y el cambio a una economía más liberal, incluidas las famosas «suecas» del turismo. Una década más allá, «nueva política» era buscar la asociación con la Comunidad Económica Europea y dejar encarrilada otra restauración borbónica. Y otra década después, «nueva política» era crear una monarquía democrática sorteando el guerracivilismo.
«Nueva política», pues, poco significa si no nos detenemos a valorar realidades, programas, conductas. «Buena» o «mala» política importa más que «vieja» o «nueva». Se puede tener alguna paciencia respecto de la curva de aprendizaje, pero ninguna esperanza respecto de la natura humana, que no mudará por meter un papel distinto en una caja de metacrilato. Ni debemos resignarnos cínicamente a que la «solución» (?) de la democracia sea la mera rotación de incompetencias. Habrá que proteger mejor a la democracia de su prima carnal la demagogia. Esto desde Aristóteles era lugar común, pero luego le confundieron con Onassis, y ahora un Onassis vive en la Casa Blanca.
Cuando se reconquistó el territorio mesetario al sur de la Cordillera Central, la primitiva Castilla pasó a ser 'Castilla la Vieja' y la zona ocupada, 'Castilla la Nueva'. ¿Cómo llamar después a la Andalucía bética que Fernando III incorporó? Durante un tiempo la denominaron 'Castilla Novísima'. Así también puede surgir, de escisiones de la «nueva» política, la «novísima». Pero al final todo es Castilla. No me lo tomen por lo literal, que hasta Ortega tuvo que aceptarle a Sánchez-Albornoz que, en vez del «Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho», ocurre más bien que «Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla». Prueba irrefutable: nosotros mismos.
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