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La cultura dominante que ha ido gestándose a lo largo de décadas, es relativista. Para el relativismo no hay valores absolutos. Todo depende del ... punto de vista de cada uno y de los intereses de los poderosos. Porque nada hay absoluto y para siempre, se hacen muy difíciles los compromisos estables y la vida humana queda desarraigada, sin ningún anclaje divino ni verdad absoluta. La norma suprema del comportamiento llega a través del consenso social positivista y todo queda a merced de los intereses de quienes pueden imponer su voluntad. Los más débiles y pobres quedan excluidos y no son tenidos en cuenta. Los jóvenes experimentan un extraño malestar, pero no saben bien por qué. En esta incertidumbre el nuevo imperio digital, que quiere borrar la distinción entre lo verdadero y lo falso, la realidad y la ficción, el bien y el mal, se ofrece como guía que «perfila» nuestro rostro y «calcula» nuestras decisiones.
Los vínculos sociales se debilitan y se sustituyen por el enjambre digital, en expresión del norcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han. La comunidad digital es una suma de individuos aislados, que se pueden comunicar en la red, pero que nunca llegan a ser un «nosotros». Porque hay enjambre, pero no hay pueblo. La suma de individuos no hace comunidad.
Los cambios digitales están afectando a todas las capas de nuestra sociedad e imponen el nacimiento de nuevas condiciones laborales, nuevos modelos de vida, nuevas formas de comunicación y relación. En una palabra, un mundo nuevo. El hombre, centro del humanismo moderno, ha quedado atrás. El transhumanismo busca mejorar al ser humano, liberarlo del envejecimiento y de la muerte para que sea capaz de promover nuevos modelos familiares, económicos, políticos y de espiritualidad.
¿Qué consecuencias tiene este proceso transformador para la vivencia de la fe? En primer lugar, el empobrecimiento espiritual. Es decir, el olvido de Dios, la indiferencia religiosa, la despreocupación por las cuestiones fundamentales sobre el origen y destino último del ser humano. Todo esto cambia radicalmente el comportamiento moral y social de las personas. Muchos que se tienen por creyentes viven y organizan su existencia «como si Dios no existiera».
La vivencia de la fe en Dios, aporta claridad y firmeza a nuestras convicciones éticas. La vida humana se enriquece con el conocimiento y aceptación de Dios, que es Amor y nos mueve a amar a todas las personas. La experiencia de ser amados por un Dios que es Padre nos conduce a la caridad fraterna y, a la vez, el amor fraterno nos acerca a Dios.
En segundo lugar, la pérdida de sentido que lleva a vivir en un nihilismo sin drama que desemboca en el vacío existencial y en el aburrimiento. Disponer de más medios y posibilidades que nunca no nos hace más felices. Ni la acumulación de riquezas ni el consumismo vertiginoso son capaces de llenar el vacío profundo que nos invade. Vivimos para cumplir los deberes que nos imponen desde fuera de nosotros mismos o la diversión para distraernos y no mirar al vacío que nos envuelve. Toda persona humana es impulsada por su propia naturaleza a buscar la verdad, el sentido de las cosas y, sobre todo, de su propia existencia. Y buscando la verdad nos encontramos con Cristo, Verdad y Vida.
Todo este proceso de transformación no ocurre de manera automática como consecuencia de transformaciones tecnológicas y económicas, sino que es impulsado por un intento deliberado de «deconstrucción» o desmontaje de la cosmovisión cristiana. Hay un guión teledirigido con calendario y finalidades para construir una sociedad nueva, neopagana. Ahora bien, si se desmonta algo es porque se quiere construir algo radicalmente distinto. «La libertad humana pretende construirlo todo desde cero», advierte el papa Francisco (FT 13). Se pretende crear un hombre nuevo poniendo en práctica la ideología de género, aceptando el aborto, la eutanasia y los postulados del transhumanisamo. Y todo esto inculcarlo ya desde la escuela. Este proceso se lleva a cabo sin dolor, pues la cultura de masas, basada en emociones y sensaciones, está logrando que todo se viva de manera casi indiferente, más aún como un logro de la libertad.
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