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Lo he escrito más veces, pero, sorprendentemente, la actualidad, lejos de dar el mensaje por amortizado, le exige un bis de propina. A saber: que no fue de recibo una sucesión tan acelerada como la que Juan Carlos I y Felipe VI protagonizaron en la ... primavera de 2014. ¿A qué venía tanta prisa? Se causaron no pocas dudas jurídicas. Pero, sobre todo, no se permitió que el acceso al trono del nuevo monarca se organizase con la pompa que dichas ceremonias de Estado, que se ven una por generación, exigen y aprovechan: asistencia de otros reyes y familias reales, presidentes de países de la Unión, de Iberoamérica, figuras internacionales de las artes, las ciencias, los negocios… Los actos de sucesión resultaron impropios de un país de la historia y la importancia económica y cultural de España. Y todo fue por la precipitación: no se podía de pronto cambiar la agenda primaveral de grandes personajes. O eran muy poco espabilados quienes lo organizaron o actuaron bajo una presión enorme de tiempo, que les hizo asumir como precio obligado un relevo deslucido, que no sirvió para reforzar la imagen de la monarquía en la sociedad española. Una buena chapuza, es lo que fue.
La monarquía en España es muy importante, porque cuando sale mal da lugar a una república, y las repúblicas se nos dan fatal. Así que, cuando patina el trono español resulta más imperdonable que en otros países, que, como Italia o Grecia, han podido pasar de un régimen a otro sin grave trauma. Pero es que allí se acuerdan de la Eclesía ateniense o del Senatus romano: son republicanos porque, por así decir, las repúblicas las inventaron ellos, y de ahí copiaron todos, de Demóstenes y Cicerón, los grandes oradores de la cosa pública. Otros sólo formalmente son repúblicas: los rusos siguieron eligiendo zares rojos tras la revolución y no han perdido el hábito; los alemanes entienden que el Kanzler (canciller) es un Kaiser (emperador) sin las hipotecas tradicionalistas; los franceses echaban a los reyes para poner emperadores (los Napoleón) y desde De Gaulle tienen un rey por elección popular, jefe de Estado y de Gobierno a la vez, como en Estados Unidos, pero sin el contrapeso de un Parlamento independiente y a menudo hostil (acaba de salir Trump por los pelos de un proceso de destitución). El Elíseo huele a rey plebeyo.
El caso es que las informaciones procedentes de instancias judiciales suizas y españolas sobre nuestro rey emérito son preocupantes. Su 'gran amiga' Corinna Larsen recibió, según ella dice, un gran regalo regio, que algún medio ha cifrado en 65 millones de dólares. Eso habría ocurrido dos años antes de la abdicación. Este dinero se vincula a un fabuloso donativo oficial saudí a unas estructuras que estarían supuestamente gestionando dineros del exmonarca. Todo parece un novelón, ciertamente, y querría uno saber si se podrá probar, pero el titular de La Tribune de Genève es claro: «Una investigación desvela el dinero secreto del ex-rey de España en Ginebra». Firmada por los periodistas Sylvain Besson y Caroline Zumbach, la crónica asevera que «Juan Carlos I recibió 100 millones de dólares en una cuenta de la banca privada Mirabaud», y reseña que «el fiscal Yves Bertossa investiga sospechas de blanqueo de dinero». La prensa española, además, señala, como hizo ABC este jueves, que la Fiscalía Anticorrupción de nuestro país ha solicitado a Suiza datos sobre dicha investigación, que podrían afectar al emérito. Los parlamentarios a la izquierda del PSOE han pedido que el Congreso entre en averiguaciones. Es previsible que las Cortes sólo muevan ficha si las informaciones ginebrinas resultan lo bastante contundentes como para que los bancos azules se pongan amarillos.
Con la onda creciente del coronavirus chino (una epidemia leve tratada con gravedad, o grave tratada con levedad: me resulta difícil de decidir, como a usted); con el enfriamiento económico que ya venía de otros asuntos y la pandemia agrava; y con el revuelto de setas con champiñones en que consiste la presunta gobernación de España desde junio de 2018, sólo nos faltaba una crisis de régimen para dejar a este bisiesto de ahora bien señalado en los nuevos episodios nacionales.
No sólo como españoles nos afectaría una inestabilidad procedente de las indagaciones suizas, sino también específicamente como cántabros. El virus tiene dos efectos colectivos en nuestra región: achucha un poco más un sistema ya muy exigido, el sanitario; y da una coz al modelo económico que, unos por habilidad y otros por lo contrario, hemos elegido: el turismo. Si se lían las madejas España/Cataluña y monarquía/república en un contexto de recesión o estancamiento, ninguna de las expectativas cántabras de progreso material, muy menguadas ya tras incumplimientos inversores y ataques alevosos como los sufridos por nuestras industrias, podrá satisfacerse.
'Winter is coming'. Viene el invierno. Es el lema de la nobiliaria Casa de Stark en la célebre serie 'Juegos de tronos'. Condensa el miedo a lo que está viniendo. La prensa lo ha adoptado desde el primer episodio televisivo como una metáfora informativa, cuando el periodista quiere avisar de que las cosas se van a poner feas.
En vez de negar el riesgo, gestionémoslo. Necesitamos abrigarnos mentalmente. Exijamos una respuesta sanitaria acorde a la amenaza, sin alarmas nucleares ni bichitos que se caen al suelo, y sigamos las recomendaciones técnicas. Exijamos una respuesta económica activadora, lo que posiblemente requeriría la renuncia a la 'originalidad' en la gestión del separatismo catalán, jaula de grillos 'bienpagaos' de la que España no debe depender en momento tan crítico. Y reclamemos el estilo constitucional no sólo a los que se pusieron la Generalitat por montera, sino también a toda la escala de poder público en nuestro país.
La misión esencial de la monarquía es evitarnos otra república, es decir, protegernos de nosotros mismos. ¡Prohibido fallar! Finalmente, abríguese usted bien frente a las granizadas de excusas que van a caer sobre su cabeza para justificar por qué, de lo muchísimo prometido, nada se habrá en ejecución metido. Viene el invierno.
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