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No me gusta la política como espectáculo, donde la ocurrencia se impone al dato reflexivo, los gestos autoritarios trituran el debate y las ideas importan menos que los mensajes tóxicos. Después de un año trágico de pandemia, la sociedad española se merece algo mejor ... que las excrecencias derivadas del trumpismo tabernario y del chavismo rampante, se expandan en Madrid, Murcia o Cataluña. Como escribía José María Lasalle hace unas semanas, se sustituyen las razones habladas, por las emociones de los que gritan.
Frente al ruido de quienes están empeñados en tirar por la borda lo que significa la institucionalidad representativa, se deben escuchar las voces de la sensatez, la prudencia, la seriedad y la tolerancia. Ante esta situación, en mi opinión, es urgente que la socialdemocracia levante su voz y sus ideas. Ante los populismos, la socialdemocracia está obligada a manifestar su potencia, salvo que estemos dispuestos a entregarnos a las estrategias que proclaman esos conservadores de la caspa, tan tibios en sus declaraciones como soplagaitas en sus contenidos.
Recordemos los hechos que ocasionaron la crisis de los noventa: el conflicto iraquí y sus efectos en los gastos militares y en el precio del petróleo; los costes a los que debió hacer frente la República Federal por la unificación de Alemania; los conflictos militares en África y en Asia Oriental abrumados, además, por su deuda externa; la escasez de capital inversor sustituido por instrumentos financieros especulativos; la caída del modelo comunista; el dinero fácil (reducción de tipos de interés) inyectado al sistema financiero que reactivó de forma artificial la economía y produjo posteriormente la burbuja de los bonos hipotecarios basura… Los bancos de inversiones europeos y norteamericanos fueron finalmente rescatados por capitales chinos y árabes… Aumentaron las tensiones inflacionistas, creció el desempleo y se extendieron las incertidumbres.
En 1997, el laborista Tony Blair ganaba las elecciones en el Reino Unido y en 1998, con Gerhard Schröder como canciller, la socialdemocracia volvía al Gobierno de Alemania. La socialdemocracia en los países occidentales planteó un debate de difícil consenso: se trataba de optar por el pragmatismo orillando la ideología y, de esa forma, elegir el realismo reformista frente al idealismo. El debate, muy atractivo para el mundo académico y para los 'think tank' progresistas, se tradujo en una abstención hacia los partidos socialistas, socialdemócratas y laboristas, porque su electorado tradicional pensó que habían abandonado las posiciones que habían defendido desde la finalización de la II Guerra Mundial: el estado de bienestar y la emancipación de los trabajadores.
En los años noventa del siglo pasado el mercado parecía que lo dominaba todo, que se globalizaban los mercados pero no los derechos y cuando se hablaba de la mano oculta del mercado, en realidad estábamos hablando de la mano del presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos. Tan solo en las cumbres de Davos parecía que había espacio para responder a lo que estaba sucediendo.
Ante el impulso de la economía global, con el triunfo de la desregulación en los intercambios comerciales y financieros, la izquierda no encontraba una adecuada respuesta política, aunque defendía un consenso sobre la necesidad de unos servicios públicos que respondieron a las necesidades colectivas, sin que la derecha tuviera otra alternativa que su mantra ideológico de bajar los impuestos. Cayó el voto progresista y ganó terreno el apoyo conservador y el voto de la extrema izquierda y de la derecha radical.
El debate interno en la socialdemocracia europea no fue pacífico. Algunos partidos socialistas saltaron por los aires, la tercera vía se mantuvo en los demócratas como Bill Clinton y Al Gore y en el nuevo laborismo de Tony Blair y pronto quedó patente que el mercado por sí solo no garantizaba el pleno empleo, la justicia redistributiva y la protección del medio ambiente, y los viejos partidos socialistas y socialdemócratas europeos vieron la necesidad de recuperar el valor de la acción política y el principio de mantener tanto mercado como sea posible y tanta planificación, intervención y protección como sea necesaria.
Hoy no se vislumbra que los partidos socialdemócratas europeos obtengan el 40% de los votos como en décadas anteriores, pero desde la convicción de una izquierda seria y razonable, importa ganar elecciones para ganar la batalla política. No podemos aceptar la bondad infinita de la desregulación, como no podemos renunciar a nuestros derechos a la protección social, a la educación pública y a la sanidad universal.
Quizá no es sensato limitar hoy las decisiones políticas a un sistema binario, porque el mundo, la sociedad, la verdad y la vida son bastante más complejos, y tampoco creo que favorecer el libre cambio suponga negar el valor y la necesidad de la industria nacional. Hablar de reformas no debe interpretarse como la defensa de la desregulación del mercado laboral y aproximarse a definir estrategias no debe aceptarse como la indagación de ilustres vaguedades, sino como el necesario debate sobre el futuro de las personas. Insisto: la socialdemocracia debe levantar su voz y sus ideas.
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