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Vivimos en una sociedad profundamente desligada, desordenada e insegura que destruye los vínculos que unen a sus miembros fomentando el individualismo. A lo largo de décadas ha ido creciendo el relativismo que traía consigo el empobrecimiento espiritual y la pérdida de sentido acarreando desconfianza y ... enfrentamiento. En una sociedad donde reina el culto a lo provisorio y el emotivismo que pretende convertir los deseos en derechos es muy difícil tomar compromisos estables. Por eso aparece un amor débil incapaz de crecer y construir un hogar que perdure en el tiempo y satisfaga las necesidades básicas del ser humano. El elogio de la autonomía de cada uno y la permanente reclamación de derechos lleva al debilitamiento del vínculo familiar la desinstitucionalización de la familia provoca la pérdida de vínculos sociales.
Así la sociedad es más vulnerable favoreciendo el «empoderamiento» de individuos y colectivos identitarios diversos.
Hoy la fragilidad afectiva es, por desgracia, de gran actualidad. Priman los aspectos subjetivos y personales sobre los elementos jurídico-institucionales. El matrimonio y la familia se hacen, se deshacen y se rehacen con toda facilidad. Las normas externas y las imposiciones éticas -se dice- no pueden sostener la familia al margen de los sentimientos de amor de las personas. Pero el amor conyugal es, además de un sentimiento, una decisión que puede durar y perdurar. La exaltación de la libertad individual lleva en la vida social a una tolerancia que deriva fácilmente en la indiferencia con respecto a la valoración ética de los comportamientos. La afirmación omnímoda de la libertad del individuo en nuestra cultura, logra que los proyectos comunes sean vistos como atentados contra ella. Incluso la pandemia que ha hecho brotar algunos rasgos de generosidad y altruismo ha expandido, según Byung Chul Han, el filósofo surcoreano, «el virus (que) nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa».
«La familia, subraya el papa Francisco, atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan los Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una unión de vida total» (EG 66).
Hoy se requiere educar la afectividad superando el analfabetismo afectivo como incapacidad de interpretar las propias emociones y sentimientos. Un amor no es verdadero porque se sienta muy intensamente, sino porque promete una vida plena y hermosa. La promesa está, por tanto, unida a un camino realista de maduración que es sostenido y alentado por la plenitud que se alcanza. El tiempo no es contrario al amor, sino que es un ingrediente necesario para edificar una vida sobre roca y dirigirla hacia la comunión de personas a través de acciones concretas.
«El individualismo posmoderno y globalizado, añade el Papa actual, favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción pastoral ndebe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos interpersonales» (EG 67).
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