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Hace ya quince años un equipo de investigadores en EE UU consiguió reconstruir el virus de la gripe española de 1918. El virus de esa gripe había desaparecido, ya que no se aisló en su momento, pero los investigadores disponían de tejidos archivados en diferentes ... colecciones, trozos muy pequeños de pulmones recogidos en autopsias. Esas muestras contenían patógenos inactivados, degradados por el tiempo; secuencias muy pequeñas, rotas, del genoma del virus.
La recreación debía servir para comprender las propiedades biológicas que hicieron del de 1918 un virus excepcionalmente mortífero, así como servir de referencia para diseñar medicamentos o vacunas específicas para los genes implicados.
Los mismos motivos impulsan ahora la recreación del SARS-CoV-2 en distintos laboratorios del mundo. Su genoma está dispuesto en una cadena de ARN que contiene 29.903 letras, que codifican toda la información que necesita el virus para entrar en las vías respiratorias, secuestrar las células humanas y obligarlas a hacer miles de copias de sí mismo. Es el libro de instrucciones para provocar la peor pandemia que hemos conocido en lo que va de siglo.
El problema es que esa secuencia de letras se parece mucho a otros de su clase, como el SARS o el MERS, hay pocos indicios de genes que expliquen su mayor virulencia. Muchos secretos del éxito del nuevo coronavirus pueden seguir escondidos entre esas 30.000 letras.
Para poder descifrar esos secretos, en los laboratorios tienen que darle la vuelta al lenguaje genético. Generalmente, las instrucciones biológicas están escritas en el ADN, y el ARN lo lee y traduce su información en proteínas, las moléculas que realizan la inmensa mayoría de funciones vitales. Pero manipular y reescribir secuencias grandes de ARN en laboratorio es muy complicado, así que para recrear el SARS-CoV-2 se ha traducido todo su genoma de ARN a ADN, y se ha inyectado en un envoltorio bacteriano capaz de meterse en una célula humana. La célula lee el ADN y lo transcribe a ARN dando lugar a virus completos, aparentemente idénticos a la versión natural. Gracias a esta técnica se ha conseguido recrear el patógeno en tres meses. De hecho, se han conseguido generar SARS-CoV-2 artificiales en varios laboratorios mediante diferentes técnicas. Estos clones se pueden distinguir del virus natural debido a los cambios de una letra por otra introducidos en el genoma, que delatan que ha sido creado en un laboratorio.
El coronavirus tiene 12 genes, y cada uno de ellos puede codificar más de una proteína. Uno de los objetivos es ir inactivando cada gen y después probar combinaciones de varios hasta averiguar para qué sirve cada uno. Es el paso previo a la creación del coronavirus artificial que realmente buscan: una versión igual que la natural, pero sin ningún gen activo de virulencia ni de propagación. Esto, por definición, podría ser una vacuna.
Las vacunas que están en desarrollo se basan en introducir en el organismo una sola proteína del virus; son más fáciles de hacer y de desarrollar, pero no mejores. Teóricamente, una vacuna viva atenuada daría inmunidad completa ante todas las proteínas del virus.
Ya se han creado algunas de estas versiones, y se han empezado a probar en animales con resultados positivos. Pero este tipo de aproximación lleva mucho tiempo, en parte porque hay que eliminar la posibilidad de que el clon creado mute espontáneamente una vez liberado y vuelva a ser virulento.
En el CSIC, por ejemplo, se están desarrollando versiones artificiales del virus capaces de replicarse, pero no de propagarse ni causar enfermedad, a las que llaman 'replicones'.
Cuando esté optimizado, este virus artificial entraría en las células y comenzaría a producir copias de sí mismo, pero éstas serían incapaces de salir para infectar otras células sanas. De esta forma solo existiría un ciclo infectivo inofensivo: se inyectarían unos 100.000 'replicones' que llegarían a otras tantas células, suficientes para generar una reacción inmune completa.
Es un camino largo y lento, sin garantías de llegar a tiempo para atajar la pandemia, pero que produce un conocimiento básico del SARS-CoV-2 que puede resultar esencial si fallan las primeras vacunas o si el virus acaba asentándose y volviendo cada año como hace la gripe.
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