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Una palabra ha muerto. «El más allá -decía ya en su tiempo S. Kierkegaard- se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta ... que no sólo ya nadie respeta, sino que ni siquiera se formula; hasta el punto de que se bromea incluso pensando en que había un tiempo en que esta idea transformaba la existencia entera» (Postilla conclusiva, 4). Efectivamente, la eternidad es una palabra muerta; nosotros la hemos dejado morir. ¿Cómo ha ocurrido esto si en otro tiempo era el motor secreto que empujaba a la Iglesia peregrina en el tiempo? Parece como que la lámpara se ha escondido silenciosamente bajo el celemín. ¿Cuáles son las consecuencias prácticas de este eclipse de la idea de eternidad? El deseo natural de vivir 'siempre', deformado, se transforma en el frenesí de vivir 'bien', es decir, placenteramente. La calidad se disuelve en la cantidad. ¿A qué se reduce el hombre si se le quita la eternidad del corazón y de la mente? Queda desnaturalizado. Es verdad que el hombre es «un ser finito, capaz de infinito». Si se niega lo eterno en el hombre, hay que exclamar [...]: «...desde este instante no hay nada serio en el destino humano: todo es juguete; gloria y renombre han muerto. ¡El vino de la gloria se ha esparcido!» (W. Shakespeare, Macbeth, act. II, esc. 3).
El Padre Raniero Cantalamessa cuenta esta parábola: «Una masa de gente heterogénea y ocupada: hay quien trabaja, quien ríe, quien llora, quien va, quien viene y quien está aparte y sin consuelo. Llega jadeando, desde lejos, un anciano y dice al oído del primero que se encuentra una palabra; después, siempre corriendo, se la dice a otro. Quien la ha escuchado corre a repetírsela a otro, y éste a otro. Y he aquí que se produce un cambio inesperado: el que estaba por el suelo desconsolado se levanta y va corriendo a decírselo a los de su casa, el que corría se detiene y vuelve sobre sus pasos; algunos que reñían, mostrando amenazadoramente su puño cerrado el uno bajo la barbilla del otro, se echan los brazos al cuello llorando. ¿Cuál ha sido la palabra que ha provocado este cambio? ¡La palabra 'eternidad'!».
Y luego la comenta así: «La humanidad entera es esta muchedumbre. Y la palabra que debe difundirse en medio de ella, como una antorcha ardiente, como la señal luminosa que los centinelas se transmitían en otro tiempo de una torre a otra, es precisamente la palabra '¡eternidad!, ¡eternidad!'. La Iglesia debe ser ese anciano mensajero. Debe hacer resonar esa palabra en los oídos de la gente y proclamarla desde los tejados de la ciudad. ¡Ay si también ella perdiese la 'medida'!; sería como si la sal perdiese el sabor (Cf. R. Cantalamessa, Jesucristo el Santo de Dios, Madrid 1991).
No es verdad que la eternidad sea sólo una promesa y una esperanza. ¡Es también una presencia y una experiencia! En Cristo «la vida eterna que estaba junto al Padre se ha hecho visible». Nosotros la hemos oído, la hemos visto con nuestros ojos, la hemos contemplado y tocado (1Jn 1,1-3). Quien cree «tiene ya la vida eterna» (Jn 6,68). Es una experiencia provisional, imperfecta, pero verdadera y suficiente para darnos la certeza de que el tiempo no lo es todo. La presencia de la vida eterna tiene un nombre propio: se llama Espíritu Santo. Él es «garantía de nuestra herencia» (Ef 1,14; 2Cor 5,5), y se nos ha dado para que anhelemos la plenitud.
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