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China da vértigo. Su velocidad, su envergadura y sus cifras generan, en el ciudadano de a pie, una extraña mezcla de asombro, recelo, admiración y ... miedo. Todo a la vez. La sensación es parecida a esa que se tiene cuando vemos, en directo, a un acróbata salir airoso de un número extremadamente arriesgado. Y repetirlo, una y otra vez, con éxito. Nunca antes, en ningún otro momento de la Historia, una nación había crecido tanto, de un modo sostenido, durante tanto tiempo y a una velocidad tan elevada. Se teme un desenlace fatal de la pirueta pero, al mismo tiempo, cuesta apartar la mirada.
Ese vértigo chinesco se mezcla, además, con el recelo eurocéntrico que habita en nuestro subconsciente hacia todo lo «otro», lo ajeno y desconocido. Toda sociedad y toda época construye sus «otros» y, hoy en día, lo más ajeno, el paradigma de lo extraño, es lo chino. La sensación que tiene el ciudadano occidental medio hacia Asia (y todo lo chino) acaba siendo de «yu-yu»: una desconfianza ancestral que se nutre de multitud de leyendas (desde Atila hasta Fu-Manchú, pasando por Tamerlán, Gengis Khan o Mao), que construyen una imagen prejuiciosa y racista de Asia utilizada durante siglos como arma política y cultural contra los pueblos del extremo Oriente. La característica fundamental de este «yu-yu» -hacia lo oriental en general (y lo chino en particular)- es la imprecisión, la incomprensión y la falta de interés real por conocer esas culturas. Es una desconfianza genérica que alcanza a todos los pueblos asiáticos en conjunto -pues todos los asiáticos son «chinos»-, y que no se fundamenta en conocimientos concretos ni de primera mano.
En este sentido, el comentario más recurrente y más cañí a pie de calle desde la crisis de 2008 es el de que «los chinos nos van a comer». En nuestra mentalidad española -herederos de un imperio colonial-, como en la lógica de la mayoría de los europeos (también con un pasado imperialista y colonial a sus espaldas), el mundo es un territorio cuyo liderazgo se ejerce siempre de manera expansiva y violenta. Así, si por primera vez en cinco siglos el líder mundial va a ser una potencia no occidental, cabe esperar que, cuando le toque ejercer esa supremacía, China lo haga de modo similar a como se comportaron, en su momento, las potencias occidentales. Nuestro verdadero miedo es que los chinos nos paguen a los occidentales con la misma moneda: que los «otros» nos traten, ahora, como nosotros les tratamos a ellos en su momento. En la mente occidental, el villano chino actual -el estereotipo de chino despiadado, ladino, astuto y misterioso- lleva traje de ejecutivo y sirve a la gran causa nacional, sin escrúpulos ni piedad en la consecución de sus intereses. Así, tras la caída de la Unión Soviética, China se ha convertido en el único rival capaz de competir contra Occidente y negociar los términos de la globalización. Además del temor a una eventual amenaza militar china, la principal interpretación actual del «peligro amarillo» es la económica y, en concreto, la comercial. China compite ya con sus productos en todos los mercados del planeta. China es el nuevo «enemigo estratégico».
Sin embargo, el orden mundial del siglo XXI ya no es un juego de «suma cero», donde para que haya un vencedor tiene que haber un perdedor. Conviene recordar, también, que el régimen que gobierna China desde hace 70 años tiene raíz revolucionaria y su doctrina es esencialmente contraria al colonialismo, que la propia China padeció. Teniendo en cuenta esta experiencia histórica, el carácter poco belicoso de los chinos y la magnitud de los retos internos a los que se enfrenta, no son plausibles sus supuestas intenciones imperialistas. China está muy ocupada en modernizar su economía para desarrollar su inmenso mercado nacional, garantizar su acceso a materias primas y recursos energéticos, oponerse al hegemonismo mundial y reunificar Taiwan. Por ello, es de esperar que, como ya sucediera durante milenios, China se concentre en mantener una periferia regional estable que le conceda la mayor autosuficiencia e introspección posibles.
La crisis financiera de hace una década -como hoy la pandemia covid-19 (de la que China sale una vez más fortalecida)- no viene sino a reafirmar aún más esos temores siniestros, reactivando el miedo hacia una potencia mundial que parece capaz de aplastar económicamente a todos los países occidentales y que, para colmo, es nuestra principal acreedora de deuda soberana. Para ahuyentar ese miedo, traigo aquí estas palabras del periodista Rafael Poch: «Sólo quien sea consciente de en qué mundo vive, [...] del momento de este mundo y de la imperiosa necesidad de inventar una nueva civilización, una mentalidad nueva basada en otros valores, sabrá apreciar y respetar la actualidad y la importancia de China». Yo añado: «y sabrá confiar en su buen criterio».
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Ana del Castillo
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