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Josu Eguren
Jueves, 26 de mayo 2016, 18:19
«El amor por principio, el orden por base, el progreso por fin»
Auguste Comte
Es difícil encontrar una cinematografía tan importante y al mismo tiempo tan esquiva para el espectador español como la fundada por los hermanos Paschoal y Affonso Segreto en 1898 con la filmación de una secuencia primitiva desde la proa de un barco que realizaba maniobras de atraque en la Bahía de Guanabara, lo que me lleva a afirmar que para conocer el origen de nuestra compleja relación con la cultura luso-brasileña (grandes maestros y agitadores del celuloide como João Monteiro, Nelson Pereira dos Santos, Carlos Reichenbach o Paulo Rocha son extraterrestres para el cinéfilo experto de este país) quizá habría que remontarse 500 años hasta la firma del Tratado de Tordesillas que dividió el mundo en dos grandes áreas de influencias: una para el rey Juan II de Portugal, y otra para los Reyes Católicos. Según los datos del ICEX, desde el otro lado del Atlántico importamos soja, petróleo y derivados, materias primas animales y vegetales, menas y minerales, piensos, frutas y legumbres, azúcar, café y cacao, carne, productos químicos y un porcentaje notable de los casi mil futbolistas que salen de Brasil cada temporada hacia otras ligas del mundo; pero apenas tres o cuatro largometrajes aislados a lo largo del año, una cifra paupérrima, e inversamente proporcional a la explosión de creatividad que agita una de las industrias audiovisuales más vivas de latinoamérica, de la que tenemos noticia gracias al espléndido trabajo de selección y visualización que realizan los programadores de la Sección Horizontes Latinos en el Festival de San Sebastián -por sus pantallas han pasado 'Era uma vez eu, Verônica' (2012), de Marcelo Gomes, 'El lobo detrás de la puerta' (2013), de Fernando Coimbra, 'Vientos de agosto' (2014), de Gabriel Mascaro y 'Para Minha Amada Morta' (2015), de Aly Muritiba, entre otras-.
El cine brasileño está vivo, puede que tanto como lo estuvo en los primeros años de la década de los 60 cuando los tardoneorrealistas que se organizaron entorno a un movimiento conocido como Cinema Novo (Arnaldo Jabor, Nelson Pereira dos Santos, Glauber Rocha, Luiz Sérgio Person, Carlos Diegues, Joaquim Pedro de Andrade y Leon Hirszman) invadieron las salas de arte y ensayo de medio mundo. Tras un doloroso y agónico proceso de reconversión (el cual desembocó en el cierre del 80% de las salas de exhibición), que tuvo origen en el colapso de Embrafilme (la compañía estatal para la producción y distribución de cine nacional disuelta por el gobierno de Fernando Collor de Mello a principios de los años 90), la cinematografía brasileña resurgió de sus cenizas impulsada por un programa de subvenciones directas a la producción y varios paquetes de medidas legislativas que incentivaron la inversión privada creando el caldo de cultivo en el que se fraguó una potente hornada de directores bautizada como la 'Retomada' (Renacimiento). Walter Salles, Fernando Meirelles, Carla Camurati, Sérgio Machado, Beto Brant, Heitor Dhalia y Karim Aïnouz, entre otros, dieron relevo a la vieja guardia (recordemos 'Pixote', de Hector Babenco) que había velado por la espléndida tradición de cine social brasileño, sin renunciar a la indagación en las derivadas de una identidad autoral comprometida por el acecho de temas tan controvertidos como la representación de la violencia en el cauce hacia un nuevo modelo de realismo. A esta época pertenecen 'Carlota Joaquina, princesa de Brasil' (1994), de Carla Camurati, 'Estación central de Brasil' (1998), de Walter Salles, 'Ciudad de Dios' (2002), de Fernando Meirelles y 'Madame Satã' (2002), de Karim Aïnouz, títulos que proyectan una instantánea proteica del cine brasileño que escapa a la férrea disciplina de la taxonomía crítica.
Despertando de un largo período de declive, pronunciado por el brote de la crisis socioeconómica (los cantos de sirena de Hollywood ponen a sus talentos en fuga), durante el cual se hizo notar la fuerte penetración de la industria norteamericana, el auge de nuevos modelos de exhibición y una oleada de cine comercial tan lamentable que haría añorar las pornochanchadas producidas en masa durante la época de esplendor de Boca do Lixo (una célebre barriada que sirvió como base de operaciones del sexploitation cinematográfico paulista), el presente del cine brasileño exhibe músculo en mercados tan exigentes como el de Cannes de la mano de una nueva generación de directores que a crecido amparada en una política cultural arriesgada y comprometida. Primero Gilberto Gil (que ocupó el cargo de ministro de Cultura en el gabinete de Lula da Silva entre 2003 y 2008), y más tarde la propia Dilma Rousseff (que anunció la inyección de 300 millones de dólares en la industria audiovisual a partir de 2015), hicieron efectiva una apuesta que abonó el florecimiento de viveros de cineastas alejados de los centros de poder de Sao Paulo y Río de Janeiro, las dos capitales económicas en las que se concentra la poderosa maquinaria de la ficción televisiva.
Un nombre clave para entender esta nueva etapa es el de Kleber Mendonça Filho (antiguo crítico de cine y ensayista), que con su ópera prima, 'Sonidos de barrio' (2012), atrajo el interés no solo de la crítica local e internacional, sino de un porcentaje muy relevante de espectadores dentro de un mercado nacional dominado por los blockbusters, los culebrones y las comedias basura. Para Mendonça Filho (que en una magnífica entrevista publicada por la revista Filmmaker señalaba la revolución digital como eje clave y vertebrador de este momento histórico) es vital que los directores brasileños hablen de lo que realmente conocen, de la clase media a la que pertenecen, dejando a un lado el folklore de la favelas con el que el espectador común identifica una cinematografía que en España se conoce a partir de dos títulos especialmente simbólicos: 'Ciudad de Dios' (2002), de Fernando Meirelles, y 'Tropa de Élite' (2007), de José Padilha.
El novísimo cine brasileño, por resumir en una etiqueta llamativa lo que en la práctica es una corriente cinematográfica heterogénea vacía de temática, discurso y rasgos de estilo comunes, se ha hecho posible gracias a la inversión directa de los gobiernos nacional y regionales, que junto a la aportación de compañías estatales como Petrobras, llegan a financiar el 100% de producciones independientes (el presupuesto de una película oscila entre 200.000 y 1.500.000 dólares) tan atentas a los problemas que generan la marginación y la violencia en los suburbios de las grandes ciudades, como a los dramas rurales en el sertón o a la deuda histórica con las etnias segregadas tras la abolición de la esclavitud.
Recife, como nuevo foco de un vibrante proceso de reconstrucción fragmentada de la identidad nacional que rompe con la visión monolítica del neorrealismo, y pivota sobre el eje de una cámara con la agilidad suficiente para cubrir un espectro que abarca todos los registros de una sociedad profundamente estratificada. La violencia, la segregación, la crisis de la clase media, la soledad y la angustia existenciales, el derrumbamiento de la fachada cosmética de la oligarquía... son temas recurrentes en la ficción, pero también conviven en el terreno documental donde Brasil es ejemplo de la importancia de mimar la singularidad de miradas tan dispares como las de Lúcia Murat, Eryk Rocha y Eduardo Coutinho.
Disueltos los tópicos, perpetuados en la imaginería del público occidental por la influencia de clásicos como 'Aquarela do Brasil' (1942), producida por Disney, el cine brasileño nos ofrece la oportunidad de apropiarnos de la máxima de Auguste Comte antes de deleitarnos con una cosecha reciente de obras extraordinarias que no hace asco a los géneros populares y en la que destacan obras como 'Aquarius' (2015), de Kleber Mendonça Filho, 'Casa Grande' (2014), de Fellipe Barbosa, 'El lobo detrás de la puerta' (2013), de Fernando Coimbra (que en estos momentos prepara un asalto a las grandes ligas con un proyecto de largo protagonizado por Nicholas Hoult y Henry Cavill, tras dirigir dos capítulos de 'Narcos' para Netflix), 'Toro de neón' (2016), de Gabriel Mascaro, y la filmografía en corto del animador Alê Abreu.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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