
Secciones
Servicios
Destacamos
Íñigo Fernández
Viernes, 30 de octubre 2015, 19:47
Cada persona y cada ciudad tienen su momento de plenitud. El de Isfahán es la tarde: ese espacio de tiempo entre la llamada a la oración y la certeza de la noche. Entonces es cuando multiplica sus encantos. Los colores de la ciudad cambian con el ocaso; las cúpulas de las mezquitas adquieren otro azul diferente, más cálido; los parques refrescan y se animan; las familias salen a tumbarse en las plazas para tomar helado, yogur, té o pistachos; los comercios del bazar se iluminan en las horas previas al cierre; y en los puentes sobre el río se encuentran las parejas. Sí: Isfahán es la ciudad más hermosa de Irán en todo momento, pero por la tarde multiplica sus encantos. Ese es su momento de plenitud. Me consta.
La llamada a la oración, ese canto musical que penetra hasta las entrañas y hace aflorar la emoción, es el momento de acercarse hasta la Mezquita de los Viernes. Para ello hay que recorrer el bazar hasta su tramo final, o bien bordearlo. En el momento culminante, cientos de fieles ocupan el patio para el rezo más importante del día y al viajero se le permite compartir ese instante, algo muy inusual en los países musulmanes. La sensación de disfrute es estremecedora.
La Mezquita de los Viernes comenzó a erigirse en el año 841 y dicen que es el más antigua de Irán. Como ocurre en otros muchos recintos antiguos, hombres y mujeres acceden al lugar por las mismas puertas, aunque luego el rezo se haga por separado. Algo debió cambiar a peor con el paso de los años, pues los edificios sagrados comenzaron a diseñarse con accesos separados. La cúpula y los minaretes son imponentes, recubiertos por completo con cerámica azul. Es un momento de emoción. Otras mezquitas de la ciudad, como la de Shah o la de Loftalah, en la Plaza Imam, deben verse por la mañana para contemplar mejor los efectos de los rayos de sol sobre sus paredes. Pero a la Mezquita de los Viernes hay que reservarle una de las puestas de sol de la estancia en la ciudad, para disfrutar al máximo de ella.
Lo mismo sucede con el Palacio de Ali Qapú. Ofrece la mejor vista sobre la Plaza Imam y sobre gran parte de la ciudad. Y por eso gana en belleza con la caída de la tarde, cuando cambian los colores de todas las fachadas que dan a la plaza. Alí Qapú terminó de construirse en el año 1644, para completar la red de palacios reales de la ciudad. Un gran porche permite asomarse y contemplar los arcos que rodean todo el recinto. Se concibió con el fin de que el Sha de Persia y sus invitados presidieran los desfiles militares. Allí se recibía a los mandatarios extranjeros.
Chehel Sotún es otro palacio muy hermoso, con su porche de cuarenta columnas y sus estancias interiores. Este se recorre mejor durante el día, para disfrutar de las sombras de sus árboles centenarios. Desde allí, los monarcas del periodo saváfida gobernaban todo el imperio, que se extendía desde el Cáucaso hasta el Golfo Pérsico y desde las cordilleras de Afganistán hasta el Tigris y el Eúfrates. Una de las cunas de la civilización.
Pero por la tarde hay que regresar a Imam, la gran plaza de la ciudad, porque es entonces cuando las madres salen con los niños para la merienda, y todo se alegra, y unos toman té, otros helados, otros dulces... Yo, zumo de zanahoria con helado de azafrán. Todo un descubrimiento.
Cerca de allí se encuentra el Abassi Hotel, en cuyo jardín persa, con ciruelos y limoneros, el té se ofrece por un euro y la limonada por dos. Es el lugar ideal para pasar lo que queda de la tarde: para conversar en grupo o para leer unas páginas de 'El Médico', de Noah Gordon; 'Samarcanda', de Amin Malouf; 'Asesinato en Mesopotamia', de Agatha Christie; 'El Cercano Oriente', de Isaac Asimov; o 'El muchacho persa', de Mary Renault.
El barrio armenio también resulta más interesante por la tarde. A mediodía puede visitarse la vieja Catedral de Vank, erigida por los primeros armenios llegados a la ciudad en el siglo XVI para comerciar. Alrededor se conservan algunas de las antiguas viviendas, construídas de espaldas a la calle, con una única puerta y con todas sus ventanas y balcones orientadas hacia el patio interior. Así se preservaba la intimidad y, sobre todo, se ganaba en seguridad. Las comunidades armenias de todo el mundo utilizaron siempre este sistema, allí donde se encontraran.
La Plaza Jolfa, donde los antiguos armenios establecieron sus comercios, es ahora lugar de ocio y de cafeterías. En el Vank Café probé el mejor de todos: denso, amargo, espeso como el chocolate. Se puede tomar en el interior o en la propia plaza, rodeado de jóvenes que pasan la tarde. Todos son encantadores y los más atrevidos se acercan a preguntar por tu lugar de procedencia y las razones que te han llevado allí. En un país tan cerrado, la llegada de extranjeros no sólo les gusta, sino que les ilusiona. Y por eso el trato al visitante es tan destacado. La hospitalidad y amabilidad de los iraníes merece un largo comentario aparte. Quiizá en otra ocasión. Nunca en todos mis viajes por el extranjero he visto nada así. Nunca.
Fue en el barrio armenio donde se instaló la primera imprenta de Oriente Medio, a principios del siglo XVII. Isfahán fue la ciudad más cosmopolita de Asia, tuvo la mejor universidad y su escuela de Medicina gozó de fama mundial desde mucho antes de la llegada de la imprenta, a la sombra del gran Avicena. La cultura persa se complementó con la llegada de armenios y judíos y parte de aquel espíritu se respira todavía por sus calles y plazas. Ya no quedan ni cristianos ni judíos, pero su estancia de siglos en la ciudad no pasó en vano.
Los puentes sobre el río constituyen otro de los atractivos de la ciudad. Todos tienen una doble hilera de arcos: una para el paso de las aguas y otra para el de las personas. Por los parques de uno y otro lado pasean las parejas, con la llegada de la tarde.
Quienes no pasean por el río, acaso sea porque se encuentran haciendo compras en el bazar. Es enorme y, lo más interesante, el mejor lugar de todo Irán para que los occidentales puedan hacer sus compras. Cerámicas, alfombras, cobre, pañuelos, carteras, tallas realizadas con hueso de camello, dulces... Lástima que con una mochila y seis kilos de peso por todo equipaje no se puedan hacer grandes compras. Las teteras habrían llegado rotas. Es lo que tiene viajar de mochilero.
Los comercios situados en los laterales de la plaza y en la entrada en el bazar son los mejores. A medida que uno se aleja la calidad del producto desciende: las réplicas de origen chino prevalecen sobre la artesanía iraní. A media mañana se puede acceder al interior del caravansarai, en otro tiempo lugar de llegada de las caravanas de comerciantes. Todavía se hacen grandes transacciones públicas a viva voz. En las tiendas la actividad se mantiene hasta las seis y media de la tarde: la hora del cierre. Entonces, el público comienza a desfilar hacia sus propias casas o hacia Imam y las calles adyacentes.
Cae la tarde e Isfahán multiplica su encanto. La ciudad alcanza su momento de plenitud. ¿Cuántas tardes se necesitan para conocer bien Isfahán? ¿Tres? ¿Cuatro? No lo sé. Quizá una vida entera.
(Consulta todos los Mapas, Libros y Platos pinchando aquí).
Publicidad
Claudia Turiel y Oihana Huércanos Pizarro (gráficos)
Óscar Beltrán de Otálora y Josemi Benítez (Gráficos)
Lourdes Pérez, Melchor Sáiz-Pardo, Sara I. Belled y Álex Sánchez
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.