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Íñigo Fernández
Sábado, 12 de diciembre 2015, 11:44
El relato de lo que sucedió en Masada es tan impresionante como el escenario. Uno y otro están a la misma altura. Allí, hace dos mil años, un millar de judíos se suicidaron en masa para no caer capturados por las legiones romanas. En el interior había soldados, pero también ancianos, mujeres y niños. Los sitiadores levantaron campamentos, construyeron una rampa, erigieron torres de asalto, rompieron la muralla y abrieron una brecha... Cuando accedieron al interior sólo encontraron cadáveres. Los judíos habían puesto fin a sus vidas por propia voluntad. Después de siete meses de lucha, prefirieron morir a someterse. ¿Es o no una historia impresionante?
También la fortaleza lo es. Ocupa toda la superficie de una meseta montañosa de 600 metros de largo y 300 de ancho que se alza 450 metros sobre el nivel de las arenas del desierto. Desde allí se ve el Mar Muerto, el río Jordan y los desiertos de Israel y Jordania. Es una auténtica fortaleza natural, a la que todavía se añadieron nuevas murallas. Asomarse a ellas es tanto como abocarse al vacío, porque las paredes de la montaña caen en vertical hasta el suelo mismo del desierto. Sólo una larga y sinuosa escalera, que a duras penas asciende pegada a la roca, permitía entonces el acceso al recinto. Con razón los judíos creyeron que era inexpugnable.
Un lugar como ese está llamado a formar parte de una gran historia y eso es lo que sucedió en Masada.
Todo había comenzado un siglo antes. Llamados para tomar parte en una disputa entre aspirantes al trono, los romanos habían penetrado desde Siria en el año 63 AC. Se establecieron allí y durante algún tiempo mantuvieron en el poder a los gobernantes locales. Era una vieja costumbre romana, luego imitada por los británicos. Herodes el Grande fue el último de los reyes judíos. Más tarde, Judea y Samaria fueron declaradas provincia romana y los gobernadores de Roma asumieron todo el poder. En tiempos de Poncio Pilato, por ejemplo, los judíos sólo gozaban de autonomía para disponer de sus asuntos religiosos. Nada más. Con distintos dominadores, sería así hasta 1948.
En el año 66, durante la ocupación romana, hubo un levantamiento en distintos lugares de la zona. Todos ellos fueron sofocados, menos uno: Masada. Con semejante fortaleza, con un sistema de pozos que permitía captar agua desde las profundidades del desierto, con huertas repartidas a lo largo de la superficie, con almacenes de víveres suficientemente dotados... jamás los judíos se habrían rendido por el hambre. Era preciso que los atacantes movieran ficha, y lo que hicieron fue construir una enorme rampa de casi 200 metros. Estuvieron tres meses dedicados a esa tarea.
Cuando la rampa estuvo concluída y las primeras torres de asalto fueron incorporadas al combate, los romanos acometieron el ataque definitivo y abrieron la brecha. Esperaron al día siguiente para acceder al interior, sin imaginar siquiera que, al hacerlo, sólo encontrarían los cadáveres de los defensores. La imagen debió ser espeluznante.
¿Qué debieron sentir los judíos a medida que veían acercarse, día a día, semejante amenaza? ¿Qué debieron sentir cuando los romanos ya llegaban al borde mismo de la muralla? Todavía resulta sobrecogedor situarse en aquel punto, allí donde la rampa se aproxima, allí donde las caras de los enemigos podían llegar a distinguirse, allí donde la brecha se abrió finalmente, allí donde todo un mundo se derrumbó para ellos, hasta convencerse de que la única salida era el suicidio de un millar de personas. Nada más fácil que emocionarse allí, a poco que uno sea capaz de ponerse en la piel de aquellos hombres, atacantes y asaltantes, que luchaban por su propia idea del mundo y de la vida. Ocurre a menudo con el episodios de la Historia: jamás la ficción pudo haber imaginado un relato que llegara tan lejos.
Era el año 73. La Primera Guerra Judía había llegado a su fin. Todos los detalles los cuenta el historiador Flavio Josefo en su obra 'La Guerra de los Judíos'. Para quitarse la vida sin contrariar los mandamientos religiosos, que prohibían el suicidio, fue necesario idear un sistema. Cada hombre mataría a su mujer y sus hijos. Después, un sorteo serviría para seleccionar a los diez encargados de quitar la vida al resto de los hombres. Y mediante un nuevo sorteo se determinaría quién habría de acabar con la de los otros nueve, antes de hacerlo con la suya propia. ¿Quién contó esto? Pues dos mujeres que decidieron no morir junto a los demás, sino esconderse con sus cinco hijos. Fueron los únicos supervivientes de Masada, además de los pájaros.
Los romanos aun permanecieron algunos años a cargo de la fortaleza, pero luego la abandonaron y nadie la ocupó en su lugar. El paso de los años y los vientos del desierto parecieron borrar toda huella del asedio de Masada. La fortaleza se difuminó. Fue localizada en el siglo XIX y a partir de 1960 se puso en marcha un ambicioso proyecto de excavaciones para recuperar no sólo la zona amurallada, sino también los campamentos romanos que se acondicionaron en la base. Masada es, hoy, además de un símbolo de la capacidad de resistencia del pueblo judío, uno de los lugares más visitados de Israel. Y a decir verdad, no es difícil entender por qué.
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