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Nunca una experiencia fue tan contradictoria e inspiradora a la vez. Potenciar los cinco sentidos, a ciegas. No ver, para ver más allá de lo que tenemos delante y conectar con la naturaleza de Arnuero. Es en lo que consistió 'Océanos ciegos', una de las actividades que se enmarcó dentro de la semana del jazz que celebró el Ecoparque de Trasmiera. Una práctica que puso a prueba la imaginación, en la que los asistentes olían, escuchaban, tocaban, saboreaban, (no) veían, y, que, sobre todo, sintieron.
La Casa de las Mareas de Soano se convirtió en un escenario mágico para dejar volar la imaginación. Los treinta participantes fueron llegando en goteo antes de la hora agendada y disfrutaron de las vistas que ofrece el paisaje. Un edifico de tres plantas, estrecho pero alargado, que parece sumergirse en la Marisma de Joyel. Todos comentaban entre sí lo que les depararía esta experiencia, pues uno de los puntos fuertes era la sorpresa. Había pocos datos. Una cata gastronómica utilizando los cinco sentidos y empleando el jazz. Era todo lo que se sabía. Varios organizadores les entregaron unos cascos con tecnología Silent System y un antifaz. «No os lo pongáis hasta que os lo digamos», fue la única instrucción.
Para empezar, Marco y Cristina, dos de los guías, se limitaron a dar la bienvenida y a explicar, a grandes rasgos, en qué consistiría la experiencia. «Solo os pedimos que os dejéis llevar», dijo Cristina. La intriga iba creciendo entre los asistentes en un clima cargado de misterio, pero todavía había que esperar para desvelar el secreto. Primero, una ración de sabiduría. Como no podía ser menos haciendo alusión al nombre del edificio, ambos expertos ofrecieron una breve pero intensa lección sobre el funcionamiento de las mareas y cómo la luna y el sol influyen en ellas. Para ello se sirvieron de tres botes de colores: uno azul (la tierra), otro blanco (la luna)y otro amarillo (el sol). «¿Habéis cogido aire? Pues no lo soltéis, porque seguimos», dijoMarco. Yasí fue.
Frente a la puerta de la 'sala oscura', la protagonista de la experiencia, estaba a punto de suceder la magia. Era el momento de ponerse los cascos y el antifaz, tal y como indicaron los guías. A través de los auriculares comenzaron a fluir los sonidos y, entre medias, una voz:«Bienvenidos a una experiencia sensorial con la que queremos que intentéis vivir una forma diferente de explorar los sentidos». Expectación. Mientras la voz continuaba hablando, los guías iban dirigiendo con cautela a cada asistente dentro de la sala oscura hasta llegar a su asiento. Seis mesas con cinco sillas cada una. Ya el simple hecho de sentir como te dirigían sin poder controlarlo, producía sensaciones. A cada quien las suyas, claro.
Una vez todos sentados, empezó el viaje. Nadie veía nada, ni si quiera sabían si sus acompañantes se encontraban en la misma mesa y tampoco escuchaban nada más allá de la locución. Pero daba igual. Comenzó a sonar 'Les jours tristes' de Yann Tiersen. «Dejad que la música os invada. Preparad vuestra mente para la sorpresa y la explosión de sabores». Dicho y hecho. El viaje virtual comenzaba en la playa de la Arena, donde todos, imaginariamente, zarpaban en una embarcación de madera que les llevaría hacia las entrañas del océano. En ese momento un vino espumoso se posó en la mesa y el locutor les invitó a probarlo. Empezó a sonar 'Clair-Obscure' de Felix Ibarrondo, y el viaje se sumergió en una tempestad, con enormes olas que empezaron a batir el barco, salpicando la cara de los tripulantes. Ahí llegaba el segundo bocado: una bolita de arroz basmáti con plancton marino y gamba encurtida. Saborearlo fue muy parecido a sentir esa ola en la boca.
Entre recitales de poesía y más jazz, el barco empezó a volar, al más puro estilo Peter Pan, hasta situarse en la Mies de Hoz. En un viejo banco, a la sombra de las encinas, se produjo la siguiente parada gastronómica: una gilda empapada en un vino espumoso que evocaba tierra y mar a la vez. Era el momento de volar de nuevo. Para ello, por los cascos comenzó a sonar la famosa canción 'Volaré', de los Gipsy Kings, y el locutor les animó a levantarse para bailar y cantar, a ciegas. Vaya que si lo hicieron. Un chute de adrenalina. Ojos que no ven, vergüenza que no se presenta. El viaje continuó hasta llegar a la fuente de la Cruz de los Viules. Tercer bocado: tosta de queso de cabra con anchoa. Todo pegaba. Antes de llegar a la marisma –el final del viaje– fue el turno del último mordisco, «una poción mágica anti tristezas», según el chef Juan Manuel España: chocolate con picante. Para terminar este trayecto, inspirador y maravilloso, todos se quitaron el antifaz. Las persianas comenzaron a abrirse para dejar paso a una vista impactante de toda la marisma de Joyel y todos los comensales se miraron entre sí visiblemente emocionados. «Sublime», destacó Jon Bolado, uno de los asistentes.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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