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Son las seis de la tarde, es miércoles 27 de diciembre y cae la noche en Santander. Miles de luces empiezan a ocupar el escuálido espacio que apenas queda libre entre la multitud. A la altura de la calle Daoiz y Velarde es difícil distinguir ... quién está haciendo cola a las puertas de la chocolatería Áliva y quién no. Unos transitan con bolsas, otros miran la pantalla del móvil, hay carritos de niños y gorros de Papá Noel, bicicletas, bares y el sonido de un villancico se escapa de algún local. La Navidad en todo su apogeo.
Cuando por fin se aclara la forma de la cola para acceder al interior de la chocolatería más famosa de Santander, a nadie se le ocurre colarse. Excepto a una chica, que llega con gesto de disculpa y pregunta que si puede pasar, que va a dejar una cosa. La periodista aprovecha y dice que ella también pasa, que va a preguntar. A Julián Díez, que está a la cola, no le gusta, pero tampoco se queja. «¿Tú también vas a dejar una cosa?», inquiere. «No, yo voy a hacer un reportaje para El Diario Montañés», contesto. Julián, de Reinosa, se aparta con educación y ganas de hablar. «Vengo a probar el chocolate», explica. Más bien a comprobar «si sigue estando igual de rico que cuando venía de pequeño».
La chocolatería Áliva lleva abierta desde 1962 y en Navidad es parada obligatoria. Especialmente en Año Nuevo, cuando cierran los pubs y las primeras horas del día esclarecen los recuerdos borrosos de una larga noche de fiesta. El chocolate caliente y los churros de Áliva curan la resaca de Nochevieja. «La de Nochevieja y todas las resacas», corrige el propietario, José Antonio Noriega. Anillo de casado en el dedo anular de la mano izquierda, polo amarillo con logotipo de la chocolatería y el tono de voz de quien está acostumbrado a hablar con (mucho) ruido de fondo. «Unos 31 años llevo entre estas cuatro paredes ¿qué te parece?». Que hay que echarle ganas y paciencia. Sobre todo la mañana de Año Nuevo. «Los hay que llegan bien, regular y luego están los que vienen tan mal que no los puedes dejar entrar», relata. A esas horas ya se sabe. «El año pasado y el anterior cambiamos el sistema y abrimos a las siete y media de la mañana -antes, lo hacían a las cinco y media- y aún así las colas son tremendas». Por cada mesa que se vacía dejan entrar a cuatro personas. Así hasta que la cosa se relaja, pero a lo largo de esas horas intempestivas José Antonio vende más de mil churros con chocolate. Eso sí, «tienes que tener mucha mano izquierda, porque se dan situaciones de todo tipo. Te puedes imaginar...». En esto que llega un señor y corrobora que a él no le echaban del local «ni a las ocho de la mañana después de la juerga». «¿Ves?», dice el dueño.
Mientras, en una mesa rectangular se pone 'moradas' un grupo de amigas de Santiago de Cudeyo, en Medio Cudeyo. «Hemos venido a ver el ambiente de la ciudad y por supuesto, a tomar chocolate con churros». Lo que decía, parada obligatoria. Mira, comenta una de ellas, «tendría yo 12 años y ya frecuentaba esta cafetería, porque el chocolate está buenísimo y siempre se lo recomiendo a la gente». Sobre la mesa, platos con restos de azúcar. Ni un churro queda. Al lado, dos chicas y dos chicos. Igual conocen la tradición de acudir en Año Nuevo. «Yo que conste que he estado aquí a primera hora de la mañana, pero venía de trabajar», aclara Alberto López, de Santander.
El hijo de José Antonio, «que será quien pronto se ocupe del negocio -explica el dueño-», sirve cuatro tazas de chocolate y cuatro vasos de agua. En medio, los churros. ¿Y el secreto para que estén tan ricos?. «Eso pregúntaselo a la churrera, porque antes de sacarlos tiene que menearlos con la espátula para que emitan un sonido especial al chocar entre ellos». ¿Y el chocolate? «Está muy elaborado», enfatiza -repite cuatro veces la palabra 'muy'-.
Dice José Antonio que les costó dar con la fórmula adecuada. «Hicimos muchos viajes a chocolates Mata, en Herrera de Pisuerga», recuerda. Se ve que merecieron la pena, «porque somos famosos hasta en el extranjero». «Una vez vino una delegación de Japón a visitarnos, vieron la península de La Magdalena, Cabárceno y la chocolatería, nada más». Y nada menos.
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