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Elegir un destino al azar entre un abanico de posibles rumbos en ocasiones surte magníficas recompensas si uno está dispuesto a dejarse sorprender por su territorio. Y la serranía norte de Guadalajara, en las estribaciones del Sistema Ibérico, en los límites con Soria y ... Burgos, cuenta con suficientes motivos para merecerse una escapada.
Es tierra diversa, conformada por comarcas duras pero preñadas de historia y arte pues a causa de su situación geográfica, en el corazón de la Península, conoció el desfile -nunca mejor dicho- de celtíberos, romanos, cartagineses, visigodos, judíos, musulmanes y cristianos (castellanos, navarros, aragoneses) que fueron dejando sus huellas y estilos a lo largo de un territorio donde no es difícil imaginarse el porqué de la ubicación de algunos asentamientos, la causa de 'razias' e incursiones de unos y otros o el cómo de aquellas murallas, poblados, arcos, calzadas, castillos y palacios.
De todo ello está salpicado aquel terreno, más de paso que de destino, un poco alejado de los circuitos y, a su pesar, con relativo tirón turístico fuera del fin de semana dominguero. Quizá porque las piedras arrastran menos que la arena. Disquisiciones aparte, si opta por conocer ese punto del mapa, la ciudad de Sigüenza se ofrece como un excelente campamento base para sacar partido de aquella comarca. Y por ahí comenzamos.
Llegar no es sencillo. Quiero decir desde Cantabria. Lo más cómodo es por autovía a Madrid por la A-1 y, sin entrar en la capital, continuar por la A-2 hacia Guadalajara y Sigüenza (unas cinco horas y media). Más corto, pero con autovía de peaje y carretera nacional en el recorrido, se puede optar por Bilbao (A-8) y continuar por autovía de peaje hasta Logroño (AP-68) y desde allí hasta Soria por la N-111 para continuar luego por la autovía A-15 que enlaza con la A-2 y en Alcolea desviarse a Sigüenza (cuatro horas y media).
Sigüenza es mucho más que el famoso Doncel. Ni la que cuenta con la única catedral que luce en su fachada dos torres almenadas (con algún parecido a la de Lisboa, por cierto). Ni es sólo la del castillo-fortaleza hoy convertido en envidiable Parador de turismo. Sigüenza forma parte del imaginario de destacados conjuntos históricos de España que ofrece un entramado urbano medieval y un retorcido casco viejo por el que da gusto caminar y perderse. De modo que calzado cómodo y adelante.
El viejo poblado de Sigüenza se halla recostado sobre la ladera de una loma que corona el castillo fortaleza; la disposición y urdimbre urbana dice mucho de su importancia estratégica, de su historia y de las costumbres de quienes la habitaron y la defendieron. Y también del importante papel que ha jugado a lo largo de los siglos. Su origen es celtíbero (se dio en llamar 'Segontia') y los romanos se hicieron con ella tras doblegar a Numancia; por allí pasaron y la asediaron Aníbal y Asdrúbal, y luego prosperó al hallarse en mitad de la vía que unía Mérida (Emerita Augusta) y Toledo con Zaragoza (Caesar Augusta).
Los visigodos reforzaron aquel castro romano y sobre ello los musulmanes posteriormente levantaron una alcazaba a cuya vera, y ladera abajo, fue creciendo el poblado. Los cristianos conquistaron Sigüenza (dicen que el Cid pasó por allí cuando se instaló en Medinaceli, pero no hay constancia oficial) y, por ser territorio extremo, fue escenario de incursiones de unos y otros.
Tras la Reconquista se convirtió en cabeza de un vasto territorio y en capital eclesiástica con el arranque de la construcción de su catedral, y bajo el protectorado del obispo Pedro González de Mendoza -hijo del primer marqués de Santillana y que luego sería conocido como el 'gran cardenal'- Sigüenza alcanzaría su mayor esplendor, allá por el siglo XV, a lo que contribuyó la creación de una universidad por impulso de su mecenas. En las centurias posteriores fue perdiendo influencia en favor de Guadalajara y Alcalá, más próximas a la corte y capital, aunque supo mantener su aire señero y distinguido.
Pero vayamos ya al terreno. Déjese guiar por su criterio, al fin y al cabo en cada esquina, en cada calleja, en cada fachada uno encuentra vestigios, detalles y muestras de todo tipo. Pero recuerde que Sigüenza se asienta sobre una leve pendiente. En mi caso, aconsejado por un lugareño, realicé un recorrido circular al que di comienzo en la parte baja de la ciudad en dirección al castillo-parador, aprovechando que uno empieza fresco, para acabar disfrutando con el descenso por la calle Mayor. Además de ir con la cuesta a favor merece la pena deleitarse con el decorado a medida que desciendes hacia la desembocadura en la plaza frente a la catedral.
Nuestro primer punto de referencia en este particular 'tour' será la Puerta del Portal Mayor, uno de los antiguos accesos en la muralla que rodeaba Sigüenza la vieja; como hemos decidido partir desde abajo, por ejemplo arrancando desde la plaza Hilario Yaben, por donde fluye gran parte de la vida seguntina, tomamos la calle Valencia arriba hasta el referido acceso, que los lugareños denominaban 'rompeculos' (al parecer, en su día entre lo pindio que era y el mal firme daba más de un susto). Una vez franqueada nos sumergimos en la Sigüenza medieval, en una breve sucesión de estrechas callejas pertenecientes a la judería, y a dos pasos, en el interior de ese cogollo urbano, una nueva puerta, la del Hierro, que enseguida se abre a una plazoleta, la de la Cárcel, antaño plaza mayor del pueblo, plaza del mercado y la que albergaba edificios como el antiguo ayuntamiento, la cárcel o la posada.
Desde allí, por la única calle que toma camino ascendente, no tardamos en divisar los muros y las almenas de esa mole de castillo frente al que no resulta difícil imaginarse mil lances bélicos. Restaurado en gran parte a principios de los años setenta y habilitado en la actualidad como parador, puede visitarse el patio de armas. Merece la pena hacerlo. El conjunto interior, con el pozo que abastecía a la fortaleza en el centro, es el colofón a las dos portaladas que hay que atravesar para llegar hasta allí, en un bello e impresionante acceso, muy similar al del castillo de Oropesa (Toledo), también rehabilitado como parador. Y una curiosidad: lejos de dar cobijo a ningún señor feudal, ese castillo seguntino fue siempre la residencia y la fortificación oficial de los obispos que la habitaron desde su conquista a los musulmanes, allá en el en el siglo XI, hasta el XIX.
Tras la visita al edificio el camino, ahora sí, va a ser en pendiente favorable. No lo dude, hágalo por la calle Mayor.
A medida que desciende por ella conviene hacer pequeñas 'estaciones', merece la pena hacerlo, mientras disfruta de la factura de una típica calle castellana, con balcones y ventanas enrejadas, y enteras de piedra y revoco. Una de esas paradas sería para desviarse levemente a la izquierda por la Travesaña Alta hasta la escondida plazoleta de San Miguel, donde se halla la casa-torre del Doncel, pequeño palacete de estilo gótico y, casi enfrente, la iglesia de San Vicente.
De vuelta a la calle Mayor, otra paradita puede realizarse para admirar la sencilla fachada de la iglesia de Santiago, templo románico, y un poco más abajo la puerta del Sol, acceso en la muralla hacia el paseo de ronda. A medida que seguimos descendiendo y a través de algunos escaparates se pueden adivinar interesantes tiendas y talleres y de artesanos. Y sobre todo, se va descubriendo el final de la calle.
La desembocadura sucede ante una coqueta y lucida Plaza Mayor, de estilo renacentista y porticada en dos de sus lados (uno de ellos para el ayuntamiento), que se abrió por decisión del cardenal Mendoza con el fin de celebrar allí festejos taurinos y el mercado; otras fuentes dicen que lo hizo con el propósito de abrir un espacio y dar 'aire' a la catedral, que aporta al diseño arquitectónico de esta plaza la fachada sur, con un interesante rosetón gótico, y la torre.
Esta torre lateral, a la que llaman del Gallo, tenía funciones de torre vigía y para comunicarse visualmente con el castillo. Se halla salpicada de muescas de balazos de fusilería (especialmente en torno a las pequeñas troneras), cicatrices ocasionados durante un lance de la guerra civil española al refugiarse dentro de la catedral un grupo de milicianos y civiles del asedio de las tropas sublevadas.
Antes de abandonar la plaza recomiendo atravesar la muralla por la puerta del Toril y salir extramuros apenas una decena de metros hasta un pequeño mirador. Reconforta disfrutar Sigüenza desde un ángulo bien diferente y admirar el conjunto que ofrece la vera del arroyo festoneada de árboles y el lienzo de la muralla protegiendo esa parte de la ciudad, de la que apenas sobresalen los tejados, las almenas del castillo y las torres de la catedral. Si es nocturna, esa perspectiva aún da mucho más juego.
De vuelta a la Plaza Mayor, bordeamos el lateral de la catedral y llegamos hasta la fachada principal. Las dos torres almenadas destacan sin poder disimular su inicial función defensiva que la catedral tuvo dentro de la muralla, un frontal en el que también destaca otro gran rosetón, de factura gótica.
En el interior, al margen de la visita de compromiso, merece la pena apuntarse a un recorrido guiado para descubrir los tesoros artísticos que la Catedral guarda, como la capilla donde se encuentra la famosa estatua funeraria del Doncel, una figura de alabastro en posición recostada y en una actitud, leyendo un libro, que embarga por la tranquilidad que transmite; esa talla de alabastro representa a Martín Vázquez de Arce, un joven hidalgo local que murió en la conquista de Granada.
Otro tesoro de esta catedral sería el claustro gótico, y un tercero la capilla de las cabezas o sacristía mayor renacentista, en la que sorprende la bóveda decorada con una especie de celdillas con varios centenares de cabezas en piedra -representan a reyes, obispos nobles, campesinos y artesanos-, y alternando entre ellas un sinfín de querubines. Todo ello conforma todo un conjunto sorprendente.
Catedral -con su Doncel, símbolo e icono de la ciudad-, castillo, callejuelas, puertas, muralla, iglesias, plaza... Todos aportan para convertir a Sigüenza en un más que destacado conjunto histórico con tirón suficiente y en uno de los pueblos más bonitos de España. Desde mi punto de vista lo es. Sin duda.
Cosa diferente es que Sigüenza no forme parte de la asociación que otorga tal credencial, pero eso es otra historia que se debe a decisiones municipales. A cambio, Sigüenza pertenece a la red de ciudades y villas medievales de España junto a localidades como Ciudad Rodrigo, Pedraza, Fuenterrabía, Laguardia, Almazán, Coria, Estella, Olivenza... lo que ya aporta suficiente pista respecto a lo que guarda dentro de sus murallas. Otro botón de muestra: el pasado año Sigüenza fue declarada la capital del turismo rural elegida por los usuarios de la web escapadarural.com entre 260 pueblos de toda España.
A la hora de preparar esta escapada por aquellos lares merece incluir en los planes la visita a otras dos poblaciones y un lugar: Atienza, Medinaceli y el barranco del río Dulce. En los tres casos, a tiro de piedra de Sigüenza. Y créanme que merece la pena.
Medinaceli no le debe su merecida fama al renombrado Cristo. Y no se la debe, entre otras cosas, porque el referido Cristo de Medinaceli no está en este pueblo. Ni es de allí. De modo que si va de visita no se moleste en preguntar. Si de verdad merece la pena acercarse hasta esta localidad soriana es por su situación en lo alto de un cerro, por sus vistas y por colocarse uno a los pies del arco de triunfo romano, el único de triple arquería que hay en España y al que contemplan dos mil años de historia. Aquel arco fue la monumental puerta de entrada a la ciudad romana, de la que pocos restos más quedan en la villa, pero interesantes, como dos grandes mosaicos: uno de ellos al aire libre (protegido y cubierto con metacrilato) y el otro en el palacio ducal (creo que había otro en la plaza mayor, pero cuando pasé por allí tenían la plaza levantada en obras y el palacio estaba cerrado).
Callejear es uno de los verbos que siembre deben conjugarse en visitas a localidades como ésta. Porque además de arregladas y empedradas, sus calles aún guardan la esencia del viejo lugar y restos de sus antiguos pobladores (celtíberos, romanos, musulmanes, judíos... y personalizando, se dice que allí fue a morir Almanzor; el Cid la conquistó e hizo parada camino de Levante y El Empecinado una de sus bases de hostigamiento a los franceses). Además, ofrece curiosos rincones y vericuetas callejas, destacables casonas, palacios y algunas fachadas que van saliendo al paso a medida que pateamos el pueblo. Curiosa es también la existencia de un nevero de época árabe donde conservaban la nieve (el pueblo se halla a más de mil metros de altitud, y se nota en las temperaturas) para refrescar alimentos en verano.
Enclave estratégico, fronterizo y disputado, Medinaceli es conjunto histórico artístico. Pertenece a la asociación de los pueblos más bonitos de España pues su conservación y reformado es excelente. Se zapatea en muy poco tiempo, la verdad, y en la Oficina de Turismo aconsejan un recorrido que merece la pena seguir para no perderse lo más interesante de esta villa, además, del arco: el castillo, los restos de la muralla y la plaza mayor, típica castellana porticada aprovechando la explanada del antiguo foro tomano donde se apiñan el ayuntamiento, la antigua alhóndiga y el palacio ducal. Este último de aspecto externo sobrio, muy similar al palacio ducal de Lerma, alberga en parte de sus salas un centro de arte contemporáneo.
También es recomendable el convento de Las Clarisas de Santa Isabel, donde adquirir algún dulce, como unas deliciosas rosquillas de anís, y la iglesia de la Asunción. En este templo se muestra una talla que es réplica del original Cristo que se venera en Madrid; lo que sí es interesante ver allí mismo es un Cristo Crucificado del siglo XVI.
Medinaceli bien merece dedicarle cuando menos media jornada para saborearlo sin prisas. Si lo hace por la mañana, además de conocer este coqueto pueblo, sitúese en un borde del altozano que se asoma a la autovía a Soria y no se pierda el espectáculo del vuelo de los buitres en su tránsito de un lado a otro aprovechando las corrientes térmicas. Si lo hace por la tarde y el día es soleado, no se pierda el atardecer y la puesta del sol.
A otra media hora escasa de Sigüenza, pero en distinta dirección, se encuentra Atienza. Es otro de los pueblos más bonitos de España. Y monumento histórico artístico. Uno de esos pueblos bien cuidados y que en un tranquilo recorrido nos traslada a centurias pasadas. Tan sólo por pasear por las dos bellas plazoletas, la de España y la del Trigo (curiosamente, ambas triangulares), y acceder de una a otra a través del arco de Arrebatacapas (el nombre lo dice todo) merece la escapada. Como también el tranquilo paseo por el casco urbano.
En la de España se halla el Ayuntamiento, la Casa del Cordón, el edificio cuna de los Bravo y, en el centro del espacio, una curiosa fuente barroca del siglo XVIII. Al otro lado del referido arco se abre una preciosa plaza de la más pura esencia castellana: empedrada, soportalada y a un costado con la iglesia, de base románica y acabado barroco, formando parte del conjunto. Los soportales lucen columnas de piedra y de vigas de madera que sustentan casas de entramado de madera y encaladas en la planta superior. Dedique unos cuantos minutos a contemplar y gozar de esta plaza desde el centro antes de recorrerse por dentro las dos bandas de soportales. La Casa Serrana, con ventana y balcón esquinados, un detalle nada habitual en la arquitectura tradicional e imagen singular de esta villa, nos invita a entrar en la calle Cervantes, rúa principal plagada de casonas hidalgas y fachadas de piedra blasonadas, que nos acerca hasta la iglesia-museo de la Trinidad. Unos poco metros más arriba llegamos hasta los cimientos del castillo, desde donde se obtiene una bonita panorámica del pueblo, con el contrapunto de la plaza de toros, recostada en la ladera del cerro.
Desde ahí arriba se puede entender que esa estratégica ubicación la convirtiera en villa tan apetecible para cuantas huestes transitaron por allí. Asentamiento celtíbero, después tomado por los romanos y plaza fuerte musulmana con su alcazaba, Atienza cambió varias veces de manos como el resto de poblaciones de esta zona fronteriza (Sigüenza y Medinaceli incluidas) durante la reconquista. En el roquedo que corona el teso que protege a todo el núcleo urbano aún queda en pie la torre de homenaje de la antigua fortaleza y lo que fue el patio de armas; allí y por distintas bandas dentro del pueblo aún quedan en pie buenos restos de muralla, testigos de su pasado, así como edificios religiosos y civiles que rememoran su pasado como villa realenga.
Arrasada por Almanzor, ciudad de paso de El Cid, cuna del comunero Juan Bravo, residencia provisional de Felipe V durante la guerra de Sucesión, y cuartel general de El Empecinado, esta localidad cuenta con una de las fiestas más antiguas de España: la de la Caballada, en recuerdo del episodio que se remonta a 1162 por el que los arrieros de Atienza pusieron a Alfonso VIII cuando era niño a salvo del acoso de los reyes leoneses llevándole escondido desde allí hasta Ávila. Aquello le valió luego disfrutar de privilegios, lo que la convirtieron en una de las villas castellanas más importantes (llegó a contar con hasta catorce iglesias) de la Edad Media.
Repletos como vamos de calles, palacios e historia, en esta escapada también podemos cargar nuestra retina de paisajes. Siempre es bueno hacerlo. Para disfrutar de un entorno singular y, si se me permite la expresión, desengrasar de tanta piedra, el consejo es acercarse a conocer y recorrer el barranco del río Dulce.
A tiro de piedra de Sigüenza, una carretera local nos deja en menos de siete kilómetros en un mirador sobre el cañón que horada el río Dulce. Se trata de una primera aproximación, bella y espectacular, a este entorno en el que Félix Rodríguez de la Fuente pasó seis años realizando observaciones de aves (por allí anidan y sobrevuelan buitres, águilas, halcones, azor, garzas, ánades, chovas...) y documentales para los programa 'Fauna ibérica' y 'El hombre y la Tierra'. También se conserva y se ve la caseta donde guardaba el material para el rodaje.
Desde esa balconada tenemos una magnífica perspectiva de ese rincón del parque natural, además de la notable cascada que, en época de lluvias, brota enfrente de esa azotea natural. Pero todo ello es un anticipo a vista de pájaro de lo que nos espera abajo si desde allí retrocedemos hasta el pueblo de Pelegrina y nos calzamos el calzado apropiado.
Se trata de realizar una senda sencilla, de unos cuatro kilómetros que se camina en no más de hora y media, circular y fácil de recorrer al lado del río Dulce y a la sombra de un bosque de ribera de chopos, fresno, arces y álamos. Desde el mismo pueblo nace la senda que, remontando el río, nos lleva por el interior de la hoz; tras vadear por un puente de madera y caminando junto a enormes paredes de roca mientras observamos el vuelo de rapaces y buitres la vereda nos lleva hasta situarnos debajo del mirador que ahora tenemos cien metros por encima de nuestras cabezas.
Volvemos a vadear el río, esta vez sobre unas piedras situadas en el mismo río, y emprendemos el camino de regreso; al poco pasamos junto a la caseta de Félix, pegada a la pared rocosa. Continuando por esta margen la senda nos vuelve a situar en Pelegrina a través de un paisaje de cárcavas, riscos y farallones, que quiere resultarnos familiar pues la memoria acaba recordando las escenas de lobos que nos hicieron cambiar la percepción de este cánido salvaje o aquella tan famosa del águila abriendo vuelo con una cría de muflón en sus garras. Félix las rodó en aquel escenario.
Existe otra ruta más larga y complicada que recorre el barranco por los bordes de la hoz. Pero esa es para senderistas más avezados y valientes. La que he recorrido junto al río es encantadora en primavera, y en otoño debe serlo aún más.
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