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Estoy segura de que no se trata de una estrafalaria forma de aplicación de la Ley de Memoria Histórica, el estado de ruina, vergüenza y ... abandono en el que sistemáticamente todos los alcaldes desde 1978 han sumido al único gran parque municipal de Torrelavega, creado por Manuel Barquín quien gobernó este ayuntamiento entre 1947 y 1953. Y no lo será porque entonces habría que demoler el Mercado Nacional de Ganados, cortar la «traída de aguas» o echar abajo los edificios creados por la obra social de la Falange.
Manolo Teira –médico, humanista, escritor y liberal– y alcalde desde 1978 hasta 1982 cuando su partido, el PSOE, le quitó de en medio para entregar el gobierno a un constructor, siempre definía a Torrelavega como «una ciudad feota»; lo decía con el cariño de quien tenía bien hundidas sus raíces en esta ciudad a la que a muchos nos gusta llamar pueblo.
Y como en casi todas las periferias, al menos en las que como ésta quieren seguir siéndolo por su resistencia a ser fagocitadas, Torrelavega tiene sus «honrillas»: esa calle y esa plaza, y ese municipal, y esa esquina y esa fuente, y esa escuela nacional, y esa estatua, y ese puente, y esa carretera general, que versificó Joan Manuel Serrat i Teresa.
Uno de esos orgullos venido a menos, además de las iglesias vieja y nueva, el palacio municipal y el Asilo San José, es el Parque Manuel Barquín. Pasear por esa vasta zona verde es hacer una foto a la decadencia.
Como a Torrelavega, a mordiscos, le han ido mermando: aquí un auditorio, allí un parque infantil, un poco más allá otra acera… Los árboles se talan dejando el hueco para que entre el sol donde se planeó un espacio umbrío; el césped deja paso a calvas enlodazadas; los bancos están raídos; los bordillos casi ni existen. No se ha regenerado lo que en otro tiempo fue una extraordinaria masa arbórea, y de la iluminación, mejor no hablar.
Los fines de semana se troca en un inmenso mar de botellas, plásticos, papeles y escatológicas materias que los empleados de limpieza tienen orden de quitar del medio tan pronto, que casi la ciudad, el domingo, amanece sin saber que aquello fue horas antes un campus del botellón.
Cuando junto a esta falta de responsabilidad patrimonial y medioambiental, va irguiéndose una espléndida cubierta para el parque infantil, y enfrentando la espectacularidad del vanguardista paraguas a la vetustez del parque, es difícil evitar aquello de que «eres como Abundio, aquél que vendió el coche para comprar la gasolina».
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Ana del Castillo
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