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Santillana del Mar tiene una plazuela maldita. A menudo pasa inadvertida, frecuentada por turistas de aluvión que la merodean ajenos al peligro, pero la población STV, la de Santillana de Toda la Vida, se anda con mucho más cuidado. Si puede evita la zona, en ... especial una de las callejas o, si la tiene que atravesar, aviva el paso mientras mira con atención hacia arriba, por lo que pudiera pasar. Hay también quien no cree en la maldición, pero eso no impide que eche de cuando en cuando un ojo. Todos los julianenses lo saben y la mayoría no desaprovecha ninguna oportunidad para compartir la historia con quien la quiera escuchar.
El Palacio de Velarde está en pleno casco histórico de Santillana. Construido a mediados del siglo XVI y rehabilitado como museo, también se le conoce como Palacio de las Arenas, una denominación popular que da nombre al mismo tiempo a la pequeña plaza que preside junto al claustro de la Colegiata. Si se avanza hacia uno de sus recovecos, allí donde se estrecha el trazado urbano medieval, se llega a una mínima calleja sin salida, entre sillares y paredes encaladas. Una presencia acecha amenazante el lugar desde que se tiene uso de memoria.
Todo ocurrió en tiempos de Maricastaña, más en concreto, hacia el año de la polca. Una bruja, o eso se decía de una pobre mujer a la que le colgaron ese sambenito, tenía aterrorizado al pueblo con sus hechizos y conjuros. Bruja o no, la turba se fue contra ella, la capturó y emparedó en uno de los centenarios muros julianos. Para hacerlo escogieron esa calleja cercana al Palacio de los Velarde, donde quedó atrapada hasta su cruel muerte.
Tan bien la encerraron que la hechicera, lo fuera o no, nunca abandonó aquel lugar. Ni su cuerpo ni su espíritu, que desde entonces permanece atrapado, dispuesto a descargar su ira centenaria sobre cualquiera que se descuide. Datos no hay muchos. Ninguno, en realidad, pero todo el mundo lo sabe. Incluso en ocasiones su silueta aparece dibujada en una de las paredes, al estilo de como lo hace otro espectro juliano: el de la Torre de Don Borja, aunque este mucho más pacífico y huidizo.
No es solo la tapia la que avisa. A la propia hechicera le gusta dejarse ver para que nadie se olvide de ella. Empotrada en la pared se erige su figura. Escruta el empedrado a la vista de cualquiera, aunque para reparar en su presencia hay que saber dónde se encuentra y prestar atención, incrustada como está en un pequeño vano. Solo quien conoce el secreto –y no es poca gente– la observa y advierte a las visitas, casi como si se tratara de un reclamo turístico más, aunque en realidad lo que tratan es de evitar desgracias.
No hay familia en Santillana del Mar que no advierta a sus hijos del peligro de esa calleja prohibida, con edificios sencillos y una verja que la corta casi de raíz impidiendo el paso, aunque no de una forma tan contundente como para evitar que alguien, y en especial niños, pueda colarse para atajar su camino, sin hacer demasiado caso a la leyenda.
En realidad, claro, todo es falso. Lo más peligroso o molesto que tiene ese callejón son los rasponazos que pueda provocar la valla a quien intente invadir la propiedad privada.
Pero en algún momento alguien se debió de cansar de que se saltara la valla para atajar el camino y decidió recurrir a todo un clásico: un relato entre la fábula y el cuento de terror para espantar a la chavalería. Se inventó el cuento de la bruja y después el tiempo hizo el resto.
Como vestigio de aquel relato queda la figura de la bruja de las Arenas, que efectivamente existe, si bien su origen no es nada truculento, sino muy practico. La colocó hace décadas, probablemente a finales del siglo XX, algún vecino –hay quien apunta incluso a uno en concreto– para reforzar la historia de la maldición, darle credibilidad ante los ojos pueriles y ahuyentar así a los chiquillos y terminar que cualquiera se colara en la finca.
De modo que si un día pasea por Santillana para visitar la Colegiata de Santa Juliana y las cicatrices que dejó en 2022 en su fachada la feliz idea de atornillar a sus bloques el alumbrado navideño, recorra solo unos pocos metros más. Si lo hace, tendrá la oportunidad de escrutar la plaza anexa, investigar la zona y detenerse un momento a saludar a una bruja que, inmune a los desmentidos, allí sigue. Seguro que agradece la atención. Y si no lo hace, al menos podrá contar la historia.
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