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La polémica sobre el alumbrado navideño de Santillana del Mar ha puesto el foco en el máximo emblema de la villa, la Colegiata de ... Santa Juliana. Un Bien de Interés Cultural (BIC) y joya del románico del siglo XII a conservar que, a lo largo de los últimos dos siglos, ha sido objeto de varias restauraciones importantes y decisivas para mantener el legado de su historia vinculado a su pasado medieval.
La primera de ellas tuvo lugar a inicios del siglo XX y, la última, con el cambio de milenio. Las goteras y el clima húmedo del norte han sido en todas ellas la espada de Damocles permanente para este monumento nacional afectado por el llamado mal de la piedra e incluido como bien inventariado del Camino de Santiago del Norte, declarado a su vez Patrimonio de la Humanidad.
Si nos remontamos a nueve siglos atrás, la Colegiata de Santa Juliana tiene su origen en la expansión del antiguo monasterio del mismo nombre, a mediados del siglo XII. El templo fue construido por un grupo de monjes para contribuir a la repoblación de la zona. En la actualidad, ya nada queda del primitivo edificio que fue evolucionando a lo que hoy conocemos como el actual templo y claustro de estilo románico.
Aunque la Colegiata sufrió importantes reformas en los siglos XVII y XVIII -que pretendían embellecer el edificio al competir en sede con la Catedral de Santander- este conjunto excepcional del románico del norte ha sido objeto de varias reformas importantes para su conservación durante el periodo más reciente de nuestra historia. Así, durante los últimos 125 años, se han producido al menos tres intervenciones de calado, con el objetivo, sobre todo, de solventar la mala impermeabilización de su antigua estructura. Tras su declaración como Monumento Nacional en 1889, los nobles promotores del despegue turístico de Santillana del Mar -cuyo principal actor fue el conde Güel- ya intentaron salvar el templo y otros edificios de la villa de la ruina total y el abandono en el que se encontraban a finales del XIX. Sin embargo, la primera intervención urgente no llegaría hasta 1905 y se centró en reparar el claustro, cuyas arcadas tenían un serio peligro de desplome.
El siguiente registro de actuaciones para evitar el deterioro del edificio lo encontramos en los años treinta, siendo cura ecónomo del templo Mateo Escagedo Salmón, que es quien encarga la reparación del tejado, muy consciente de la erosión que las continuas humedades estaban desgastando ya la piedra. En aquella reforma se habilitó ya el conocido como cuarto del tesoro. El religioso fue también quien, viendo el potencial turístico del templo, solicitó a la entonces Presidencia de la Junta Suprema de Monumentos poder cobrar una entrada a los visitantes que quisieran disfrutar de la iconografía románica de los imponentes capiteles del claustro y todo el conjunto arquitectónico.
A mediados de los ochenta, la colegiata volvía a ser portada de la prensa regional y también la nacional, tras conocerse el diagnóstico efectuado por científicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) alertando de los «graves problemas» que presentaba el monumento, provocados principalmente por deficiencias en la evacuación de aguas, lo que generaba problemas de humedad, escorrentías y filtraciones que debilitaban e incluso hacían desvanecerse las primitivas formas de la piedra.
Pese a que la actuación requería una intervención urgente, hubo que esperar otros estudios y un proyecto sufragado por el Ministerio de Cultura, que culminó con el arreglo del tejado para frenar el deterioro de la piedra arenisca de la fachada. El arquitecto responsable de aquel proyecto fue Gabriel Ruiz Cabrero, que centró sus esfuerzos en la restauración de las cubiertas de la nave meridional, puesto que era la que vertía las aguas sobre la fachada principal erosionando la piedra y se «comía las labras tanto de las columnas y de los capiteles como de las esculturas que hay en el pórtico», señalaba entonces en una entrevista concedida a El Diario Montañés en 2006. Según explicaba el técnico, la piedra -que hoy ha vuelto a ser motivo de polémica por los agujeros realizados para instalar el alumbrado en un BIC- no podía ser restaurada ni sustituida por otra, por lo que se optó por «evitar el mal, no solucionar lo que ya está estropeado, que es imposible, pero sí detener el deterioro, impidiendo que el agua siga cayendo sobre la fachada erosionándola», incidía.
Los trabajos, adjudicados en casi 300.000 euros por el Ministerio de Cultura, concluyeron en 2006 y, desde entonces, se han realizado distintas labores de mantenimiento por parte del templo y el Obispado.
Durante los trabajos de la última restauración de la cubierta de Santa Juliana, varios fueron los debates públicos que se propiciaron a raíz de las obras realizadas. Uno de ellos fue el de la recolocación de los pináculos con las bolas herrerianas de la techumbre, ya que no todo el mundo los reconocía porque habían desaparecido tiempo atrás, pero lo cierto es que habían estado allí antes durante varios siglos y formaban parte de la fisonomía de la Colegiata y así se apreciaba en imágenes antiguas. Así lo atestiguaron entonces el arquitecto artífice de su última restauración, Gabriel Ruiz Cabrero, el doctor en arte Enrique Campuzano y el desaparecido historiador Ramón Bohigas.
En aquel escrito, aprovechaban para reivindicar un Plan Director para la Colegiata. Algo de lo que «se habló» en aquel momento «pero nunca se llevó a cabo», según recuerda en la actualidad Campuzano.
La Colegiata quizás se merece la reapertura del debate de aquella reivindicación, puesto que se trata de «uno de los principales monumentos de Cantabria», declarado Patrimonio de la Humanidad por estar vinculado al Camino del Norte, junto Castro Urdiales y Santo Toribio de Liébana, y «sí que necesita un plan director» como ya tienen templos de las demás villas de la costa cántabra, apuntaban desde el Obispado.
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Ana del Castillo
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