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Crisanta Gómez Gutiérrez era una joven guapa, bondadosa y muy resuelta. Con solo 16 años regentaba una tienda-bar en su pueblo, Silió (Molledo), un establecimiento que le habían traspasado unos parientes. La chica era la hija única de Segundo y Herminia, un matrimonio de sordomudos -conocidos como los 'mudos de Silió'-, y su trabajo era el principal sustento de su familia. Una fría mañana de hace más de cuatro décadas, el 23 de enero de 1974, Crisanta salió como cada día de su casa para ir a trabajar, pasando antes por el chalé de su prima Josefa Gómez García y el marido de ésta, Ramiro Villegas Saiz, los anteriores dueños del negocio. Fue a recoger una cazuela de peso para la tienda. Ya no salió con vida de allí. Su prima la mató golpeándole la cabeza con un hacha y luego la descuartizó, firmando uno de los crímenes más atroces de la crónica negra de Cantabria que, 44 años después, sigue poniendo la carne de gallina a los habitantes del valle.
El 'crimen de Silió' marcó la historia de un pueblo que no consigue sacudirse el complejo de haber sido el tétrico escenario del asesinato de una chica inocente a manos de su propia prima por «celos y envidias», según las crónicas de entonces. Sigue siendo un tema tabú a pesar del tiempo transcurrido.
La casa de la asesina, abandonada desde la detención de la autora, sigue en pie cubierta de maleza como un tótem del espanto. Los jóvenes nacidos después de aquella fecha han crecido con el silencio impuesto por sus mayores. «Decías de dónde eras y la gente relacionaba tu pueblo con el crimen de Silió. Hemos tenido que vivir con ello», comenta un vecino de 35 años que, sin ser descendiente de acusados ni víctimas, no quiere dar su nombre ni que se le relacione con este reportaje. «Durante años ha sido, desgraciadamente, el 'Puerto Hurraco' cántabro. Un pueblo marcado para siempre por aquel crimen absurdo», cuenta otro vecino del valle de Buelna, que recuerda que cuando «ya mayorcito» fue a Silió por primera vez «fui obligado. Nadie quería ir allí».
Hace mucho tiempo que Silió se aferra a La Vijanera o la tradición del Izado de la Maya para contar al mundo que este pueblo es un bello rincón de Cantabria donde se mantienen vivas tradiciones ancestrales que le han valido multitud de reconocimientos. Sin embargo, el dichoso crimen sale del olvido cada vez que se cumplen equis años o cuando estudiosos de este tipo de sucesos suben «a hurgar en la herida».
Cuesta encontrar a alguien en Silió que hable con libertad y sin complejos de esta historia, que quiera echar la vista atrás…
... Hasta aquel fatídico día de enero. 'Extraña desaparición de una joven en Silió', titulaba El Diario Montañés el 25 de enero de 1974, haciéndose eco de la denuncia de los padres cuando se dieron cuenta de que Crisanta no había abierto la tienda esa mañana. Dos días después otro titular acaparó la portada del periódico: 'La joven apareció descuartizada', noticia acompañada con un bello primer plano de la malograda vecina de Silió. Parte de su cuerpo estaba metido entre un tabique y la cámara de aire del chalé de sus primos. La cabeza y otros trozos de su anatomía aparecieron después esparcidos en un monte. La prima, Josefa, acorralada por las pruebas, confesó la autoría aunque días antes incluso había colaborado en la búsqueda y aportado la falsa pista de que la había visto subir a un '600' con dos desconocidos. Quiso, incluso, involucrar a su marido, con la infantil idea de que, así, se irían juntos a la cárcel.
«Esos días el pueblo se dividió en dos. Fue una guerra. Hasta que apareció el cadáver y Josefa confesó, la gente culpaba a otra rama de la familia. Sufrieron lo indecible por los cuchicheos», «se le echaba la culpa a unos vecinos que no eran», «ya decía la gente entonces que esto nos va a dejar marcados por muchos años (...)». Este es un diálogo entre tres amigas del municipio de Molledo que tenían la edad de Crisanta cuando todo ocurrió. Se niegan a que salgan sus nombres, sus caras y ni el sitio exacto en el que reciben a este periódico para hablar de aquel episodio que ha marcado las vidas de los habitantes de la zona. «Esto no es la capital, si yo salgo hablando los descendientes de unos y otros dirán que para qué tengo yo que decir nada de esto, que es una historia que quedó atrás y que ni nos va ni nos viene». «Es que ellas eran primas carnales, las familias de las dos viven todas en Silió; cómo hablar», añade otra.
Miran las páginas de El Diario Montañés de aquellos días y rememoran lo ocurrido contando «el miedo que pasamos». «Era una chica muy guapa, iba al baile y solía estar con un chaval del pueblo, se comentaba que se estaban conociendo», cuenta una. ¿Por qué Josefa la mató? «La envidia la quemó, y sobre todo los celos», responde otra. «Y fíjate que Josefa y Ramiro formaban una pareja majísima, entonces era una muchacha normal y corriente... A saber».
Josefa tenía 30 años y su marido, 35. Tenían tres hijos, de 10, 9 y 3 años de edad. Josefa llevaba tiempo urdiendo un plan para destruir a Crisanta, carcomida por la envidia al ver que la tienda-bar iba mucho mejor desde que ella estaba al frente -apenas seis meses antes- y con celos enfermizos porque su marido iba a menudo a ayudar a su prima y a explicarle los pormenores del negocio. Un par de meses antes, Josefa había intentado prender fuego al establecimiento hasta en dos ocasiones, sin conseguirlo. Crisanta hasta había contratado a un detective para averiguar quién estaba detrás de los sabotajes. Pero el 23 de enero, la prima decidió acabar con todo. Mandó a los tres niños al colegio y les dijo que después se fueran a comer a casa de la abuela. Necesitaba tiempo para rematar su plan.
Crisanta apareció por su casa, como siempre. Entró en la cocina y se agachó para coger unas patatas. Entonces, Josefa le asestó un golpe mortal en la cabeza con un hacha. En un primer momento ocultó el cadáver debajo de la cama de los niños para que no lo viera su marido. Luego, cuando se aseguró de que iba a estar sola, empezó a descuartizarla para que cupiese en la cámara de aire que formaba el tabique de la fachada de su chalé. La cortó con una sierra en catorce pedazos. Pretendía ir metiendo los trozos desde un hueco del desván. Pero no cabía entera. Tal y como ella misma relató en el juicio, tras meter allí una parte del cadáver, tiró las vísceras por el váter y metió la cabeza, el tórax, los pechos y parte de un muslo en un caldero de plástico y se lo llevó a un pinar no demasiado lejano, donde los ocultó. Hubo trozos que no aparecieron.
La Guardia Civil no se creyó en ningún momento la teoría del secuestro. Josefa y su marido fueron detenidos, ella acabó confesando y, tras 40 días en prisión, Ramiro acabó libre de toda culpa. Un mes después, Josefa fue trasladada a la casa donde todo ocurrió para llevar a cabo una reconstrucción de los hechos. «¡Ay, lo que hice!», gritó entre llantos al llegar allí.
En noviembre de 1975 se celebró el juicio contra Josefa Gómez, que se enfrentaba o a treinta años de prisión mayor o a la pena de muerte, en vigor en aquel tiempo. Era tal la expectación que generó este juicio que se tuvieron que fletar autobuses y ampliar los horarios de trenes para que los habitantes del valle de Iguña asistieran al juicio en Santander. Las colas daban la vuelta a la Audiencia provincial en el bautizado por entonces como 'juicio del año'. Cuando Josefa se bajó de la patrulla que la trasladaba desde la cárcel fue increpada e insultada por una turba enfurecida. En el interrogatorio del fiscal Josefa destapó los años que llevaba obsesionada por su marido, sintiendo unos celos enfermizos que la llevaron a enfrentarse a su propia hermana, primero, y a odiar a Crisanta, después. A esta última pensó en eliminarla y la mató.
Josefa Gómez fue condenada a treinta años de prisión por asesinato pero solo estuvo encerrada ocho en una cárcel madrileña, gracias a que el código penal de entonces permitía la reducción de condena por trabajo y buen comportamiento y hasta indultos parciales por acontecimientos importantes, como la elección de dos papas y la llegada al trono del rey Juan Carlos. Al principio salió con régimen abierto y acudía únicamente a dormir a la cárcel, pero luego se le concedió la libertad condicional y rehizo la vida con su marido y sus tres hijos en Madrid. Encontró trabajo como empleada de hogar, años después llegaron los nietos…
Muchos de los protagonistas de este suceso ya han fallecido. El padre de Crisanta murió años después y sus restos reposan en el mismo nicho de su hija, en el cementerio de Silió. Muy cerca está enterrado Ramiro. Las tumbas tienen flores frescas, que resisten la intemperie tras la reciente celebración de Todos los Santos. Cuentan que Josefa, que sigue viviendo en Madrid, ha ido alguna vez a Silió para asistir a funerales de parientes y otros eventos. «¿Que Silió está marcado? Bueno, eso lo dice la gente de fuera. Aquí simplemente no se quiere hablar de aquello. Es un tabú que ya pasó», reflexiona una de las tres amigas, que solo se han dejado fotografiar sus manos mientras revisan las páginas del periódico de aquellos días.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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