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No hay nada como una llamativa historia sobre un gran robo con trabucos por medio, aderezada con una buena dosis de traición, arrepentimiento, investigación y, ... sobre todo, marcada por un enigma que no se ha resuelto, el destino de un botín que hoy sería una auténtica fortuna. Un tesoro que, quién sabe, podría estar enterrado en cualquier lugar, quizá no muy lejos del escenario del delito, el pueblo de Mata, en San Felices de Buelna.
Los hechos se recogen en un libro escrito por Federico Crespo, que esta misma semana ofrecía un anticipo de la historia. Bien se podría decir que todo comenzó en 1736, cuando un joven cántabro de 14 años emigraba a Cádiz para salir de una difícil situación, demostrando que estaba tocado por la fortuna. Un jándalo más que no dejó a nadie indiferente porque, en poco tiempo, Basilio Fernández Cavadas, que así se llamaba, había amasado grandes riquezas que terminó trayéndose a Cantabria con poco más de 20 años.
Tanto es así, que solo en San Felices de Buelna tenía más de un centenar de fincas, aparte de una incontable fortuna en metálico o inmuebles entre los que se encontraba una casa solariega levantada en el pueblo de Mata que, a la postre, fue el escenario del gran robo. En su larga estancia en Mata, tras su regreso de Andalucía, tuvo entre su servidumbre un criado que también es parte de la historia. Fue uno de los cinco malhechores que, trabuco en mano, atracaron su casa cuando Basilio Fernández ya contaba con 75 años, en 1797. El que fue empleado de la casa sabía de las riquezas que acumulaba el patrón y, tras su despido, empezó a maquinar la traición, dando vueltas a la posibilidad de dar un giro a la ruleta de su mala fortuna. Así, se unió a otros cuatro maleantes, cinco atracadores procedentes cada uno de un lugar (Sopenilla, Mata, Baltanás, La Montaña y La Penilla). A saber qué pasado, qué motivos les unieron.
Todo estaba listo para entrar en la casa solariega y llevarse el tesoro que el traidor sabía que se escondía en lo que se conocía como la bodega, una estancia abierta en la parte baja del caserío. Entrar no era tarea fácil, por eso el método sorprendió a los investigadores que en aquel entonces trabajaron en la resolución del atraco. La única vía de entrada era un ventanuco en el que apenas cabía un niño. Parecía algo imposible, pero, de alguna manera, uno de los ladrones logró colarse por ese estrecho pasaje y abrir otra entrada al resto de la banda.
En la casona estaban el dueño y una sirvienta. Ninguno se enteró de nada hasta que se encontraron frente a frente con cinco individuos tiznados de arriba abajo. Caras, brazos, piernas, incluso los pies descalzos. No tuvieron que dar más explicaciones que las que pusieron sobre el tapete los trabucos que portaban.
Mientras uno de los bandidos encañonaba a los dos atemorizados habitantes de la casa, el resto se fue directamente a la bodega. Aunque no tenían claro el lugar exacto no tardaron en encontrar enterrada una gran tinaja, una hucha que ofreció todo su contenido a los rufianes. En ella encontraron 234 onzas de oro, una fortuna suficiente para que los cinco dieran por bueno el robo.
Pero querían más, y la búsqueda dio resultado. Se llevaron también una gran cantidad de reales, la moneda más habitual de entonces, cuberterías de plata, ropa fina e incluso, como cuentan las actas, chistorra, para llenar sus arcas particulares y los estómagos.
Huyeron sin hacer sangre, pero dejando a su paso por la casa miedo, dolor y sed de venganza. Basilio Fernández Cavadas no paró, a pesar de su edad y las dificultades de aquellos tiempos, hasta que se hizo justicia. Porque ya entonces los delincuentes no se salían con la suya. Tras una larga investigación se logró detener a los cinco, pagando con creces su delito.
Lo que no se recuperó fue el botín, a excepción de algo de la ropa y seis monedas de oro que uno de los bandidos, seguramente por redimir su pecado, había entregado a un cura que, a su vez, sabedor del origen de aquellas monedas malditas, las devolvió. Estaban manchadas de barro, lo que invitaba a pensar que los ladrones habían enterrado su botín en algún lugar, seguramente no muy lejano. Un tesoro escondido del que, a día de hoy, nada fehaciente se sabe, excepto la historia que le precede.
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