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Son las seis y media de la tarde y en Silió ya está oscuro, hace frío y llueve, así que no se ve a nadie por la calle; por eso sorprende más la luz y el ajetreo que se encuentra al entrar en el local de la Asociación Amigos de la Vijanera. Allí, una docena de personas –niños, chicos y hombres– está atareada armando trajes, pintando máscaras y viendo la televisión. No atienden a un programa cualquiera: es una grabación que se hizo, a vista de pájaro –o de dron– de la última Vijanera. De vez en cuando hay carcajada general. Debe de ser porque a uno se le ha ido volando un trozo de disfraz. «Así vemos si hay fallos en algún traje, o si se mete gente por medio», explica César Rodríguez, que modestamente se presenta como «uno más» de la asociación.
En la habitación hay ambiente de taller. Junto a unas mesas blancas de escayola varios chavales confeccionan un traje de paja haciendo pequeños atados que después fijan a un blusón. Hay otros a medio hacer arrimados a las paredes, alegradas con fotos. Una vitrina donde se guardan caretas y un gran espejo que permite verse de cuerpo entero completan la decoración, junto con el trapajerío arrumbado.
Cualquiera diría que a lo largo del año han tenido tiempo de prepararlo todo para no tener que andar con prisas a una semana del acontecimiento –será el próximo 7 de enero–, pero todo tiene su porqué. César dice que, además de los retoques y de algún trabajo de última hora, siempre dejan para el final los trajes ‘verdes’ –el de helecha, magnolio, pino...– para que puedan llegar a la fiesta con ese aspecto vivo.
Lo cierto es que no han dejado la labor desde la Vijanera anterior: se han venido reuniendo desde entonces dos fines de semana al mes; desde septiembre, todos los fines de semana y, desde que empezó diciembre, a diario. Los más entregados, como el propio César, cogen vacaciones en el trabajo –el suyo, en una oficina de Santander– para dedicarse de lleno a la Vijanera.
César Rodríguez y Salvador García, otro de los compañeros, recuerdan que Silió recuperó su Vijanera en 1982, después del ‘ensayo’ que se hizo el año anterior en Anievas. Cuentan que fue un inquieto profesor de literatura, el ya desaparecido Ángel Vélez, quien lo hizo posible: contagió su entusiasmo a un grupo de amigos y reclutó gente para devolver la vida a una fiesta que había muerto con la guerra. Empezaron con una docena de personajes, los fundamentales: cinco o seis zarramacos, el oso, un trapajón, los novios y poco más. Suficiente para que la idea prendiese y fuese creciendo de manera imparable. Hoy son 170 los amigos de la Vijanera, y la foto de Ángel, en lo más alto, preside su sede.
Carlos Fernández fue uno de los que participó en la mascarada del 82. «Era todo muy casero. Fuimos por el pueblo con un carro de burra cogiendo trapos; los zarramacos tenían pieles, pero no los aparejos que hay ahora para los campanos: terminabas con los hombros arados y las piernas llagadas», recuerda. Ha pasado el tiempo, pero él sigue saliendo, aunque en un papel más cómodo: participa en la parodia y deja los personajes más esforzados para los jóvenes. Como Pablo, su hijo, que está haciendo un gorro de trapero. «Ahora el traje se hace muy rápido, en tres o cuatro semanas», dice, al tiempo que señala una pistola de silicona. «Antes se cosía».
Pablo tiene 22 años y está estudiando un máster de auditoría de cuentas en Bilbao. Es de Silió. Una de las condiciones para tomar parte en la Vijanera es ser vecino del pueblo o hijo del pueblo, aunque en contados casos basta con mantener un estrecho vínculo con el lugar. Silió tiene 600 habitantes, y cada vez más viejos. Los que pueden trabajan en las fábricas de los alrededores (Corrales, La Serna, Torrelavega,...), y también los hay que se dedican al ganado. Hasta que cerró, Hilaturas Portolín ocupaba a todo el mundo y fijaba la población, que empezó a marchar cuando escaseó el empleo. La Vijanera ha logrado frenar el desarraigo.Aunque no pueda evitar que cada cual marche a buscarse la vida donde pueda, sí los mantiene atados por un vínculo, un orgullo de pueblo con el que la distancia no puede.
La otra habitación del local de la asociación parece dedicado a corte y confección, con una mesa grande en el centro y maniquíes con trajes alrededor. Pedro Luis González y Eduardo Fernández se emplean a fondo en la montura del caballero, tallada a cuchillo sobre espuma de fijar ventanas, tan fastidiosa de manejar. Uno lija la cabeza del caballo, recubierta con yeso –obra de Alberto Villegas, pitero de Silió– y el otro coloca los tirantes para que el jinete cargue con su caballo.
Mientras, empiezan a sonar los campanos, que se ha colgado Omar Hoyos, para hacer la demostración. Bota sobre el sitio y hace un ruido ensordecedor. La primera vez que se vistió de zarramaco tenía tres años; ahora tiene 24. Dice que hay que saber mover los campanos, coger ritmo y encontrar la postura, todo lo cual no impedirá una buena riñonada. «Y las piernas sobre todo: sufren la hostia», declara. Los zarramacos son personajes fundamentales en la Vijanera, como el oso. El uno simboliza el mal, el año que termina, el viejo ciclo; los otros son los guerreros del bien, que matan al oso y ahuyentan los males. En los años 30, antes de que se interrumpiese la celebración, los mozos aprovechaban la ocasión para lucirse, demostrar su ingenio con coplas y su fuerza saltando con campanos hasta quedar baldados, mientras se corrían una juerga. Ahora, la hermenéutica habla del solsticio y de las raíces paganas.
El espectáculo de la Vijanera atrae hasta Silió a miles de curiosos cada primer domingo de año. Su fama se ha extendido tanto que agencias de prensa de todo el mundo y fotógrafos venidos de Alemania, la India y Japón llegan hasta el corazón de Cantabria seguros de que regresarán a casa con esa imagen que soñaban. «Sabemos que la Vijanera tiene esa parte turística, pero esa no es nuestra finalidad –asegura César–. No hacemos todo esto mirando al exterior, sino para disfrutar nosotros: el día que pensemos en hacerlo para que venga gente, habrá perdido toda su esencia».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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