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Cuentan sus hijos que Alfredo se pone la mano en el pecho y señala un dolor profundo, amargo, que no cesa. Su padre aún trata de hacerse a la idea del fallecimiento de Julia, la mujer de su vida. Iba a hacer 66 años que estaban casados y no se hace a la idea de vivir sin ella. Le falta una parte de sí mismo. Julia Díez Gómez murió el 21 de diciembre a consecuencia del covid a poco más de un mes de cumplir 92 años. Era una mujer de esa generación que les tocó pasar la Guerra Civil y las penurias de la posguerra. Así que no tuvo más remedio que armarse de valor y sacrificio para poder salir adelante antes de formar su propia familia.
Nació en Matarrepudio, una pequeña localidad del municipio de Valdeolea. Se quedó sin padre muy joven, a los 13 años, así que no le quedó más remedio que ponerse a trabajar la tierra y el ganado. Eran once hermanos bajo el mismo techo -aún viven dos-, lo que multiplicaba las necesidades. «Tenían que buscar sustento para todos, así que a ella y a su hermana pequeña no les quedó más remedio que salir a pedir para poder comer», cuenta su hija Rosa. Después Julia formaría también una familia numerosa. Se casó con Alfredo Gutiérrez a los 26 años y tuvieron siete hijos. «Siempre fue una madraza, vivía exclusivamente para nosotros, para que no nos faltase absolutamente nada», añade Rosa.
De Matarrepudio se trasladaron a Mataporquera, donde vivieron durante más de cincuenta años. Alfredo comenzó a trabajar allí en la Unión Química del Norte de España, SA (Unquinesa), que se dedicaba a la producción de cianamida cálcica y carburo de calcio. Ferronor se hizo después con la factoría, en la que se prejubiló con 58 años. Mientras tanto, Julia se dedicó a sacar la casa adelante. «Era como una gallina, siempre quiso tenernos a todos alrededor. Fue una buenísima madre. Y mi padre, también», cuentan sus hijos. Aún recuerdan su carácter. «Era de armas tomar, tenía mucho pronto. No le quedó más remedio con una familia tan numerosa, pero a la vez fue cariñosísima con nosotros», cuenta Rosa.
Justo cuando se encontraba en el momento en el que más podía disfrutar de la vida -tenía 13 nietos y 10 bisnietos-, le diagnosticaron alzhéimer a los poco más de setenta años. Eso truncó sus planes y los de su familia. Su marido adquirió un papel principal. «Siempre ha estado con ella, a su lado, cuidándola. Estaba enamorado hasta los huesos. La quería mucho. Se le notaba», explica Rosa con mucho cariño. «Para nosotros ha sido un grandísimo ejemplo», añade. Hasta que Julia presentó problemas de movilidad, el matrimonio siguió viviendo en Mataporquera, aunque sus hijos acudían regularmente para ayudar a su padre en los cuidados. Después comenzó a ir al centro de día -fue una de las primeras usuarias- y posteriormente a la residencia de mayores Santa Eulalia de Mataporquera.
Sus vecinos recuerdan a Julia como una mujer «jovial» que siempre estuvo dispuesta a ayudar a quien lo necesitó. Su hija Rosa da fe de ello. «Es que parecía que vendía alegría, la verdad. Cuando llegaban las fiestas del pueblo mis padres eran los primeros en salir a bailar en la romería y no se marchaban hasta que acababa. Incluso ganaron algunos concursos en los viajes que hicieron. Por casa aún hay alguna placa conmemorativa. Le encantaba Manolo Escobar y tocaba muy bien la pandereta».
También le gustaba viajar. Acudió con su marido a muchos viajes programados, aunque preferían hacerlos por su cuenta antes que los que ofrecía el Imserso. «Es gracioso, ella elegía mayo y junio al ser los días más largos. Mi padre siempre ponía pegas porque en esa época la huerta era cuando más cuidados necesitaba. Entonces ella le decía: '¡Bueno, pues quédate. Ya voy yo con alguna de las crías!'», relata Rosa. «Al final, siempre iba. Nunca la dejó sola», añade.
Julia disfrutó mientras pudo de los nietos, sobre todo de los mayores, a los que cuidó con mucho esmero. «Al principio de comenzar a desarrollar la enfermedad, se deshinibió del todo. Iba por la calle enseñando a los niños a todo el mundo. Eran su pasión», cuenta su hija.
Sus hijos reconocen que fue una adelantada a su tiempo. «Decía que todos los inventos eran buenos, se adaptaba enseguida. No puso reparo ni siquiera a los teléfonos móviles», relatan. También cultivó aficiones. «Sobre todo le gustaba salir a la calle y estar con la gente, hablar. Solía, cada año, salir a atropar castañas y avellanas», añaden.
«Mi madre no ha tenido suerte ni para morirse. Y eso que ella siempre nos dijo, para que no le diéramos vueltas o buscásemos los porqués, que la muerte siempre queda de pie», se lamenta Rosa. «Ya sé que de viejo no pasa nadie, pero no fue justo que sucediese ahora, en este tiempo. Lo digo por la situación en que nos encontramos, por el momento actual. Nunca imaginé que fuese así. Siempre pensé que lo haría agarrada a la mano de uno de nosotros. Y tuvo que morirse sola en el hospital», concluye apenada su hija.
Correo electrónico de contactoSi ha perdido a un ser querido y quiere contar su historia, puede escribir al correo: homenaje@eldiariomontanes.es
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