Los astilleros cantábricos
Castro de ayer y de hoy ·
De allí, en los siglos XIV-XV, salían verdaderas flotas para las necesidades del comercio y de la guerraSecciones
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Castro de ayer y de hoy ·
De allí, en los siglos XIV-XV, salían verdaderas flotas para las necesidades del comercio y de la guerraEn el siglo XIV y XV abundaban en todo el litoral cántabro astilleros dedicados a proveer de navíos a las armadas del Rey. La costa cantábrica, con sus innumerables pequeñas poblaciones marítimas, era algo así como un enorme arsenal, en el que, tanto unos como otros, rivalizaban en la botadura de naves no superadas por su porte, la bondad de sus maderas, condiciones marinas y elegancia. De allí salían verdaderas flotas para las necesidades del comercio y de la guerra, y por eso no fuera extraño que las disposiciones de ayuda pedidas por el rey fueran dirigidas a las villas que formaron Hermandad o, mejor dicho, a los puertos donde mejor se conocía la mar, donde el marino era experimentado, donde el acceso fuera fácil y los barcos más fuertes y seguros.
A pesar de guerras, pestes, tragedias, descubrimientos... el comercio con el Norte no decayó. En Vizcaya se incrementaron los astilleros y desde Ondárroa hasta el viejo puente de San Antón se construyeron barcos con una celeridad inusitada.
A mediados del siglo XIV era costumbre que los buques que necesitaba el rey para el servicio de la monarquía se adquiriesen por contratos celebrados al efecto con los dueños de los astilleros particulares establecidos en diversos puntos del litoral cantábrico. Sábese, no obstante, que las carabelas que Colón precisaba para su descubrimiento no fueron adquiridas así, ya fuese pro la premura en obtenerlas o por lo precario del tesoro real, se obtuvieron, al principio, por un embargo trabado por la Corona sobre dos que los vecinos de Palos de Moguer tenían ancladas en su puerto, más tarde, el concurso prestado a la proyectada empresa por los hermanos Pinzón y por Juan de la Cosa varió completamente el carácter de la expedición. La nave de este último, famosísimo piloto, la nao Santa María, que Cristóbal Colón designó Almiranta, por ser la mayor. Las otras dos eran de procedencia andaluza, pero muy inferiores a la nave cántabra, tanto en el porte como en las condiciones marineras. Muchas veces, Colón elogia aquella nave en sus cartas y da gracias al Santísimo, que ha permitido no sufriese ninguna injuria en su viaje, ni por el mar, ni por el tiempo.
La fama de las villas cantábricas como astilleros llegó a ser tal que hubo necesidad de concederles fueros y privilegios en todo lo tocante a la Marina de guerra, comercio de altura y de cabotaje. Esas villas eran: Santander, Laredo, Castro Urdiales, Bermeo, Guetaria, San Sebastián, Avilés, Gijón, Fuenterrabía, Santoña, Bilbao y San Vicente de la Barquera. Todas tenían sus célebres cofradías de mareantes limitadas en cada puerto al régimen interior, operaciones de pesca, carga, vigías, auxilio mutuo, etc.
Tenían estas villas del Cantábrico conciencia de su propio valer y alardeaban de arrogantes. Todas tenían sendos escudos con naves, puentes, anclas, ballenas y castillos. Las guipuzcoanas ostentaban por blasón (y ostentan) un rey sentado en su trono sobre la mar y con la espada en la mano. Las divisas, motes, leyendas y cifras de cada escudo o blasón eran realmente altivas. Véase el de Castro Urdiales:
«Con las peñas que tenemos por fundamento en la tierra, daremos al mundo guerra».
La descripción de su sello es, puede decirse, la de todas las demás villas. Dice:
«Armas, escudo y señal, Castillo, puente y Santa Ana, naves, ballena y mar llana son de Castro la leal».
Pintoresco debía ser el aspecto de aquellos emporios náuticos españoles a mediados del año 1490. Cuarenta naves se estarían construyendo desde Ribadeo hasta Fuenterrabía, a lo largo de la costa Bravía. Imaginémonos a uno de aquellos puertos. Sobre un costado de la ría están los astilleros de un maestro de naos. La villa está enfrente, coronada por el castillo. Desde que sale el sol hasta que se pone, el ruido de las azuelas es ensordecedor; grupos multicolores de viejos carpinteros de ribera, con sotabarba y camisa de bayeta amarilla, izan cuadernas y codastes al son de antiguos cantos marinos; el humo de las hogueras que calientan la brea invade el astillero; los grandes clavos de hierro entran en el roble con recios y pausados golpes; por todas partes; gran acopio de brea, velas, gavias, jarcias, lonas, anclas, cables…
Sentado sobre una pieza ya labrada, el maestro constructor acaso vuelve a leer por centésima vez el precepto clásico que nos trasmitió Diego García de Palacio: «Para hacer una nao bien proporcionada, de buenas mañanas y gobierno, y buena de vela y de mar en través y de buen barlovento y que tenga todas las otras buenas partes que convienen para navegar, desde el punto que la quilla se pone en el astillero, el dueño, maestro y carpintero que la hicieren han de tener sabido y determinado el porte y grandor de que la han de hacer, sin que falte casi nada, porque todos los palos y maderos que en ella se fueren poniendo han de ir por su cuenta y razón, sin que cosa alguna le falte, como el buen arquitecto que va fabricando», etc.
Al llegar al mediodía, las campanas de la iglesia dan las doce; es la hora de yantar. El hormiguero de calafates, puntaleros y estoperos se junta en pequeños grupos para comer el guisote de pescado cotidiano, en tanto un viejo capitán de las naves del rey cuenta la última jornada de los Cántabros contra algún navío inglés.
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