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JAVIER GARAY
Miércoles, 27 de noviembre 2019, 13:35
Todos los que leen mis crónicas desde ya hace treinta años saben de mi inclinación por venerar a San Andrés. También lo saben por los cientos y cientos de artículos que he escrito, así como mis veinticinco años siendo asiduo de la radio castreña o ... de mis centenares de charlas en los colegios de Castro o en charlas y coloquios en diversos puntos de los centros culturales castreños.
También en algunos mis libros: 'Proa a la Villa', 'Ballena', 'La Hermandad de las Marismas', 'Santa Ana' y unos cuantos más, hago alusión en ellos, en gran medida y porcentaje, a historias que hablan de la mar de barcos y hombres, de la Cofradía de San Andrés de la que fui cofrade durante muchos años.
Pues bien, de todo esto y de los Estatutos de Pesca desde el primero conocido del siglo XIII hasta los actuales, he sacado en conclusión que la gente nuestra, la de Castro, por su querencia marinera y pescadora y la lejanía de sus caladeros, por narices tenía que dictar unas normas de supervivencia en la mar y de colaboración entre ellos.
Leer muchos de estos artículos, y bajo mi concepto de hombre de mar, es poder acercarles a todos ustedes a un día de pesca de besugos hace ochocientos años y nunca mejor en estas fechas, para poder homenajear a aquella gente desconocida para la historia, pero no para nuestros corazones. ¡Y así es cómo debió de suceder un día de pesca de besugos allá hace por los albores medievales!
Todas las lancha estaban abarloadas bajo el Cantu de Santa Ana, allá arriba sobre el mirador y asomados al acantilado, los clérigos de la mar daban bendiciones a la gran flota de lanchas que acercándose ya el alba, empuñarían los remos o izarían las velas rumbo norte, rumbo a los cantiles besugueros. Los remos arbolados y los cánticos de aquellos rudos hombres seguro que harían estremecer los cimientos pétreos del gran blasón Castreño.
Todos a unas arbolaron y todos a unas encapillaron los remos, dispuestos a bogar más de veinte kilómetros mar a dentro, pues ese día ni la más leve brisa de viento soplaba para henchir la vela más corta de la lancha. En conserva, como se decía entonces, o lo que es ahora el convoy o navegar en línea, salieron las traineras mientras los clérigos de la mar corrían a la iglesia a calentarse, pues el frío del alba era atroz.
Las lanchas, unas detrás de otras, se seguían a la luz de la candela y el ruido de la estropadura de los remos. Después de remar una hora sobre los cantiles de la Barandilla, a seis millas de Castro, encontraron una suave brisa del Este y largaron la mayor, después de haber embarcado los remos.
Llegaron a los playones de pesca con el sol ya muy levantado y todas las lanchas se distribuyeron a la orden de la capitana, la lancha que llevaba el atalayero a bordo, el hombre real de la mar, quien mandaba, quien decidía, quien repartía justicia o castigaba al infractor de la mar, quien se saltase las normas del cabildo.
Ahora, todos alineados y a una considerable distancia unos de otros para no enredar sus aparejos, la mitad de los hombres de cada lancha se repartían: unos tomarían los remos, para aguantarse a rema sobre la corriente y otros calaban las cuerdas. No todos pescaban ni todos bogaban. Los había hábiles para pescar y duros para remar.
En aquellas profundidades de cientos de metros no se fondeaba, no era ese el sistema de pesca a besugo, se aguantaba a rema. Primero largaban las cuerdas los de popa y así, correlativamente, hasta proa para no enredar los aparejos.
Cuando se tenían los besugos presos, halaban primero los de popa, uno a uno, y así, correlativamente. El sincronismo, el control, el ritmo de pesca se asemejaba a un desfile militar, todo estaba controlado.
El Atalayero de la mar llevaba control de todo y si veía que se echaba brisa o bruma, tocaba un trompón hecho de madera por ellos mismos, izaba la talaya y todos dejaban de pescar. Nadie se quedaba en la mar, las reglas eran severas, pero no les hacían falta, eran de hidalguía de escudo de armas.
Cualquiera no hubiese podido ser cofrade. Ese día tuvieron suerte, les salió una ligera brisa del noroeste que les acerco a puerto sin la fatiga del remo, mientras las campanas de San Pedro tañían dando la enhorabuena del regreso. Ésta gente conocía los vientos de la mar y sus querencias. Sabían de días muy buenos y cuándo debían de quedarse en tierra, por eso eran el puerto de los privilegiados como les decían, desde que Alfonso VIII nos «parió».
Llegaron a la dársena y los arrieros esperaron la subasta, mientras las mujeres, «siempre las mujeres», se preparaban para limpiar el besugo que llegaría hasta Madrid, según petición de los arrieros. Los pescadores sacaban las cuerdas y se iban a las campas de Santa María a secarlas y repararlas del destrozo que hacían los besugos.
Muchas veces tenían que reponer más de la mitad de anzuelos, pues no eran tan fuertes como los de ahora. Luego, después de la comida que podía ser a las cuatro o cinco de la tarde, se iban a dormir, hasta la cena a la luz de la grasa de ballena o saín.
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