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Javier garay
Castro Urdiales
Lunes, 16 de septiembre 2019, 07:49
Estaba acabando el 1968, un año para mi único, fantástico. Habíamos regateado en varios puertos del Cantábrico, desde Ondarroa hasta San Vicente de la Barquera. Casi todas esas regatas me tocó ganar y yo era un chaval que acababa de cumplir 19 años y ... que pescaba con su padre en la embarcación Santa Isabel. Tenía un buen número de devotos por mi forma de bogar y con mi pelo largo y mis pantalones de rayas me conocían en la comarca y el mundo de la mar como: «el Yeyé». Jugaba al fútbol y practicábamos el montañismo de entonces, que eran solamente entre amigos y no en grupo, cosa que me gusta más.
Así, sin darme cuenta, se pasaron las hojas del calendario y yo, el Yeyé, jamás volvería a ser el mismo. Después del triunfo en las regatas de San Andrés de ese año, casi celebrándolo, me tengo que embarcar en autobús para Santander y desde allí a Ferrol en tren, haciendo infinidad de cansados transbordos y conociendo gente muy joven, como yo, que les sacaban, aún en sus nidos, para servir a la Armada o mejor dicho, a los señores de la Armada, pues aunque niños, casi imberbes, nada más llegar allí nos convertían en soldados: nos enseñaban disciplina, respeto, normas, a disparar, a trabajar, a servirlos y, sobre todo, nos metían miedo, mucho miedo. Llegar a Ferrol, desnudarnos todos, cortarnos el pelo, darnos el disfraz de marinero, que picaba como los polvos pica. Luego meternos unas vacunas horribles al alimón, ponían la aguja a un montón a la vez y otro enfermero, que era un marinero de servicio, con una hipodérmica gigante, nos iba infiltrando uno a uno. Juro que de cada tres, uno caía desmayado por la impresión. Luego, desnudos y con una varilla, nos miraban los genitales. Subían el pene y le bajaban en busca de no sé qué, pues yo nunca había oído hablar de gonorrea o ladillas. Toda esta acción parecía una lucha de espadachines, el pene contra la varilla. A algunos los llevaban a un cuarto aparte, pues habían descubierto algo que se enredaba en sus rulos. Allí teníamos que comportarnos con tanta disciplina que asustaba, pues nuestras torpezas nos ocasionaban duros durísimos castigos, como el de nuestra brigada de marinería la 5ª en el Cuartel de la Dolores que acudir a misa era una obligación militar, pero nos las arreglábamos para escaquearnos. Un día, escondidos entre jaros nos pillaron y durante días tuvimos, para risas de los demás, que barrer el cuartel y hasta dormir con las escobas. Mucho se rieron de nosotros y nos motejaron como los reclutas de la escoba. Éramos jóvenes y rebeldes y la disciplina nos ahogaba.
En nuestra brigada éramos casi todos de Laredo, Santoña, Santander y Castro. Al jurar bandera, nos llevaron a la Base Naval de la Graña a esperar al Crucero Canarias para embarcar, pues éramos el relevo siguiente. Estuvimos más de dos meses y aquello era una autentica anarquía, nadie mandaba, nadie decía nada y nuestra misión era picar cadenas, limpiar y achicar embarcaciones. Éramos de todas las partes de España y nos aburríamos mucho. Un día en el sollado hicimos dos grupos para una guerra a almohadazos. En un santiamén, parecía que éramos un mar de plumas, pues el relleno de las almohadas dejaron el sollado blanco. Nos pilló el oficial de guardia y nos tuvo toda la noche firmes en la explanada, con un frío espantoso. O como aquel otro día que estando en el Crucero Canarias, en la sección de popa, calafateando la cubierta y habiéndome metido a los lavabos de esa zona a hacer mis necesidades y no a los de proa, donde me tocaba, me castigaron con una guardia de baldeo, a las cuatro de la mañana, que no sé qué dolió más, el frío que hacía o los juramentos del oficial.
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