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Imagen antigua del puerto castreño y sus embarcaciones. Colección particular de Jesús Garay
Vocación marinera

Vocación marinera

El mar Cantábrico, proceloso donde los haya, incitó a las gentes a desafiar su bravura con precarias naves y a arribar a puertos de difícil acceso

Javier Garay

Castro Urdiales

Jueves, 6 de mayo 2021, 19:39

La vocación marinera, la de los puertos del Norte de España, viene como consecuencia de esa necesidad genética de descubrir y conquistar lo desconocido. El mar Cantábrico, proceloso donde los haya, incitó a esas gentes a desafiar su bravura con precarias naves y a arribar a puertos de difícil acceso, que aún hoy en día, con sistemas sofisticadísimos, en barcos perfectamente construidos y con multitud de apoyos externos, entrañan grandes riesgos de navegabilidad, como podemos comprobar a diario al saber de esos transatlánticos, petroleros, pesqueros y demás naves que se van a pique por un quítame de allá esas pajas.

Sus sistemas de navegación y maniobra, recogidos en los países con los que comerciaban y guerreaban, así como la gran habilidad marinera y osadía que disponían, crearon en ellos una simbiosis mar-barco-hombre que durante siglos reinó por todos los mares del mundo.

Pocas regiones marítimas existen, seguramente, que puedan enorgullecerse de haber contribuido al esplendor de la náutica en todas sus fases como los marinos del Cantábrico en general. Son expertos en el arte de navegar, esforzados en batallas marítimas y poseían naves y aparejos adecuados para ello. En ninguna otra nación eran más instruidos en estas artes que nuestros marineros.

Esa gran corriente de tráfico marítimo, formada a influjos del desarrollo continuado y creciente de la navegación en los puertos del mar de Cantabria e incrementada con los viajes y con la presencia en España de mercaderes y negociantes de otras naciones, fue causa de que aumentara notablemente en esos puertos el número de mareantes, constructores y armadores de naves y de que se hiciera más intenso cada día aquel primitivo laborar en astilleros, arsenales y atarazanas.

Nuestro comercio hizo grande a las ciudades del Norte, tanto como ellas a nosotros. Un ejemplo de ello es la ciudad de Brujas (puente, en su argot), que nació como barrio-mercado del castillo del conde Balduino de Flandes. La ciudad creció tanto que, hacia 1127, fue necesario construir un cinturón de murallas para defender el burgo nuevo, que era mucho más grande que el recinto del viejo castillo. Y 170 años más tarde (entre 1297-1300) hubo que construir un segundo cinturón de murallas para una ciudad que tenía ya entonces unos treinta y cinco mil habitantes.

Brujas se había convertido, y lo siguió siendo hasta finales del siglo XV, en uno de los puertos-mercado internacional más importante de Europa. Brujas estaba en el centro de las rutas marítimas y terrestres del Mar del Norte, canalizaba materias primas como madera, pieles, trigo de los países eslavos o lanas de Inglaterra. De Francia o de Castilla, vinos, sal, lanas, etc., las rutas que desde Italia atravesaban los Alpes traían los codiciados productos de Oriente (sedas y especias). Desde el puerto de Brujas, estos productos se repartían otra vez por Europa, junto con los famosos «tejidos de lanas de Flandes».

Activos mercaderes y banqueros obtenían grandes beneficios con estos intercambios, por lo que aparecieron pronto «colonias de mercaderes» de otros países (italianos, alemanes, ingleses, vascos, castellanos, catalanes, etc), que se instalaron en edificios propios para vigilar mejor las compras y ventas. Muchos de estos mercaderes habían empezado sus negocios como buhoneros, que iban de un castillo a una abadía o a una ciudad. Viajaban en grupo para defenderse mejor de los bandidos que se escondían en los bosques junto a los caminos. En los textos ingleses del siglo XII se les llama frecuentemente «pies polvorientos».

Los más afortunados, que podían fletar un barco, procuraban también viajar en flotillas para defenderse de los muchos piratas que había en el Mar del Norte o en el Mediterráneo. Todos estos mercaderes tenían una característica que les diferenciaba de los campesinos, nobles o clérigos de la Europa Feudal: el afán de lucro, el deseo de ganar dinero y volverlo a invertir para poder ganar más. A esta actitud la llamamos ahora espíritu capitalista.

La principal ocupación inicial era la pesca del besugo, la sardina, el bocarte y la emblemática y heráldica ballena; no eran muchos los puertos que comenzaron a hacer prevalecer su destino de emporios de navegación comercial, pero los que lo hicieron se convirtieron prontamente en importantísimos centros de comercio marítimo.

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