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Mesa de Navidad años 70. j. M. Rivas
Besugo, turrón y quina: la Navidad en La Fuentuca
El Astillero y su historia

Besugo, turrón y quina: la Navidad en La Fuentuca

La estrella de los entrantes era el lomo ibérico, aunque ya la mayoría de los chicos y chicas del barrio sabíamos que existía el jamón

jesús maría rivas

EL astillero

Lunes, 28 de diciembre 2020, 18:13

Las rodajas de limón, cortadas a la mitad, iban clavadas a una distancia regular en el lomo de un impresionante besugo. Los cortes hechos en el pescado donde se hincaba el limón se habían abierto con el calor del horno y permitían apreciar una carne blanca, sabrosa y todavía humeante que animaba a comerlo; a pesar de las viandas que ya habíamos ingerido sin contemplación entre una contundente sopa de pescado y los entremeses. La estrella de los entrantes era el lomo ibérico, aunque ya la mayoría de los chicos y chicas del barrio sabíamos que existía el jamón.

Curiosamente, cada año, los cortes para encajar el limón coincidían exactamente con el reparto de los siete que estábamos a la mesa. Aquel limón, que originariamente se usaba para disipar el aroma del besugo que llevaba trasegando varios días en los carros de venta ambulante, le servía a la astuta cocinera para hacer un reparto equitativo del preciado manjar. No he dicho toda la verdad, había un corte limonero menos, porque ella siempre se comía la cabeza, por deferencia con nosotros y, además, disfrutaba buscando entre el esqueleto del pescado las carrilleras y cocochas besugueras.

Cuantas veces me pregunté, años después, cómo con el discreto sueldo de un trabajador, cuatros hijos y una abuela, mi madre se permitía poner un besugo por Navidad. Lo mismo podríamos decir de nuestros vecinos del barrio, puesto que, muchos otros han compartido conmigo esta realidad. Sencillamente, con una «brillante gestión de los recursos propios» que diríamos ahora. Esta apañada gestión de recursos seguramente que incluía la compensación con otros dispendios, por ejemplo, tomando sidra El Gaitero, que era más barata que el champán y nos gustaba más, o, comprando el turrón a granel en el puesto que cada diciembre abría Monerris en Santander, y que, para mi madre, era el mejor del mundo. A mí, me gustaba meterme en la boca aquellos adoquines prensados con almendras y miel; rica herencia de nuestros antepasados árabes.

Algunos de nuestros vecinos tenían como plato distinguido los caracoles y nos pasaban una tartera con su manjar navideño, cosa que agradecíamos enormemente. Así fuimos disfrutando aquellas noches un año tras otro. El ritual se repetía cada 24 de diciembre con cuidadosa reiteración hasta que llegó la televisión. Así, una tarde de diciembre, próxima al 24, aparece en la tele un cocinero llamado Arzak, para los de mi barrio en aquel momento, un tipo más de la tele que cocinaba, y dice que al besugo no hay que ponerlo limón, que se le da una mano de aceite de oliva, un poco de sal y se mete al horno, que eso del limón era una costumbre antigua para evitar los olores del envejecimiento del pescado y, además, desvirtuaba el sabor del mismo. De los caracoles no dijo nada ¡Afortunadamente!.

Aquel día dijimos adiós a nuestras navidades típicas y, creo yo, que entramos en el mundo moderno con unas navidades impregnadas de publicidad y mercantilismo. La televisión vino a robarnos la esencia de nuestro regocijo familiar donde nos parecía «cenar como los marajás», que solía decir mi madre, y pasamos sin rechistar a traer el besugo entero a la mesa junto con un metro para hacer los cortes exactos.

Las partidas a La Quina

Otro elemento tradicional de nuestra Nochebuena, eran las partidas a «La Quina» que jugábamos con familiares, e incluso con los vecinos después de la cena, aquellos que nos habían pasado los caracoles. La tele que nos había cambiado la presentación del besugo no pudo tan fácilmente con La Quina, se le resistió bastante tiempo dejando a aquella como música de ambiente. Antes de continuar vamos a aclarar a los más jóvenes que «La Quina» no es otra cosa que el actual Bingo. La Quina era la estrella, si, pero había otro duro competidor en las noches navideñas «Las siete y media». Inicialmente se planteaba un debate sobre el juego a compartir pero, en una noche como ésta, la sangre no podía llegar al río y comenzábamos con la Quina, así que, cuando esta declinaba hacia el bostezo, y los más pequeños se habían entregado a los sueños, se empezaba las siete y media para reanimar la fiesta.

Las bandejas de turrón despreciadas unas horas antes por el exceso de comida se convertían al llegar la madrugada el punto de encuentro de todas las manos. El de Monerris al por mayor ya se había terminado y empezábamos por el que llegaba a casa por Navidad, los polvorones, las peladillas, los orejones, las uvas pasas y todo se convertía en apetecible la madrugada del día 25 de diciembre.

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