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Jesús María rivas
El Astillero
Domingo, 22 de noviembre 2020, 16:10
Los adolescentes que teníamos la costumbre veraniega de darnos buenos 'coles' y chapuzones en la zona marítima de El Astillero, principalmente en el muelle, buscábamos con frecuencia distintas opciones para aumentar el riesgo y, con ello, añadíamos espectáculo a nuestros saltos acrobáticos hasta caer ... en picado buscando las profundidades de las aguas en la ría de El Astillero. Estas aguas te acogían con suavidad si el salto estaba bien ejecutado pero, en la medida que se producían errores en la acrobacia y se perdía la posición del cuerpo, el golpe sobre la superficie del mar producía dolor y, además, la piel iba tomando un alarmante tono rojizo por efecto del golpe. Esto producía sonoras carcajadas en las gradas del muelle y su entorno, regularmente concurridas para ver los baños.
Como el riesgo es seguramente una parte consustancial a la adolescencia, estos peligros de quedarse con el lomo colorado, soportar las chazas de los demás bañistas y las risas de la afluencia de 'espectadores' ociosos, no inhibía a los más atrevidos a que, buscando aumentar el riesgo y el lucimiento ante la concurrencia, sobre todo las chicas, indagáramos en trampolines más arriesgados para hacer el salto al vacío más llamativo y espectacular. En este rango de mayor riesgo existían dos plataformas que garantizaban la mejora del espectáculo, las proas de los buques atracados en el Cargadero de Orconera –Puente de los Ingleses- y el propio cargadero, en sus distintas alturas, cuando no había buques al cargue de mineral de hierro.
Por mi edad, recuerdo con cierta precisión los saltos de finales de los años 60 pero, aunque en el Puente de los Ingleses, como demuestra la foto del año 1981 que acompaña este artículo, continuaron varias generaciones intentando lucirse en estos saltos al vacío con caída sobre las aguas de la ría. En la foto se puede observar cómo los mozos saltaban desde las alturas y las chicas, con ropa de paseo, observaban la evolución de los muchachos. Es verdad también que algunas chicas saltaban desde el muelle y el puente, pocas lo hacían entrando de cabeza al mar, la mayoría lo realizaba de pie que era menos temerario.
Tampoco todos los muchachos se lanzaban de cabeza sobre las aguas tintadas de mineral de la ría, se necesitaba sabiduría, experiencia y un punto de arrojo. Esto nos llevaba a que veneráramos algunos valientes como Pacho Nárdiz o Raúl Pico que saltaban desde lo más alto de la punta del Cargadero de Orconera, incluso desde el centro del Puente de Pontejos donde las corrientes de viento lo hacían particularmente peligroso. El valor y el riesgo en los saltos de nuestro trampolín local era un atractivo añadido para los jóvenes que hacíamos los pinitos como seductores, a la manera de los héroes de las películas americanas que nos proyectaban en los cines Pax y Bretón.
'Marqués de Urquijo', 'Alfonso de Churruca' o 'Marqués de Triano' me vienen a la memoria. Son los nombres aristocráticos de los buques que llevaban pintado en la chimenea AHV (Altos Hornos de Vizcaya), y atracaban en el cargadero de la Orconera Iron Ore Cia. Ltd. para recibir en sus entrañas las toneladas del mineral de hierro arrancado en los Karts de Cabárceno. Había que demostrar la audacia y saltando el primer día que llegaban aún en lastre, siempre que la marinería lo permitiera pero, a veces no era así, cuando aun la carga de mineral no les forzaba a ir humillando la proa en las aguas y perder altura para hacer un salto airoso y elegante. Si no se querían correr demasiados riesgos siempre se saltaba en la marea alta.
Antes de llegar al sobrecargo del buque atracado en el cargadero y pedirle autorización para el salto, hacíamos correr la voz entre los amigos y conocidos para que se extendiera la idea de que se iban a realizar saltos espectaculares desde ese barco. Una vez conseguida la atención de los asiduos del muelle se iniciaba una carrera de natación hasta las inmediaciones de la base del Puente de los Ingleses para acceder, a través del propio puente, al buque en carga. Una vez situado en la proa y después de comprobar que la atención de bañistas y viandantes estaba centrada en uno, se daba el salto al vacío: unos hacíamos la carpa, otros el tirabuzón y otros el castañazo. Estos últimos acusaban la falta de pericia y el exceso de atrevimiento.
Así corrían muchos días de verano en los años 60 cuando el mejor recreo era bajar a bañarse cada día a La Playuca, el muelle o la rampa. El bañador o la 'calzoneta' de lona era el único equipamiento imprescindible, lo demás era echar a volar la imaginación: baños en el muelle, paseos en las barquías, carreras a nado hasta Pontejos, hacernos aguadillas (que nosotros llamábamos codos) y saltos de diversa índole.
En el año 1966 se inauguraba el Puente de Pontejos y nuestro mundo descubría nuevas dimensiones con los desplazamientos que nos acercaban a lugares casi desconocidos. Ir a los playazos de Pedreña resultaba cómodo y asequible, además, en pocos años -1978- se inauguraba el puente entre Pedreña y Somo que llevó a los astillerenses a descubrir las playas y arenales del este de Cantabria. En un primer momento jugaron un papel estelar en nuestros viajes los autobuses de 'La Pedreñera' y, después, el coche particular. Las nuevas prendas de baño simbolizaron también el cambio de hábitos y comportamientos que nos acompañarían en el futuro, como la llegada de los bañadores de nylon o los bikinis para las chicas.
Hasta aquí este apartado del rincón de mis recuerdos de adolescencia que reflejan nuestras costumbres, rememoran el pasado industrial del entorno de Astillero y nos dejan un poso de nostalgia por los tiempos pasados.
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