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jesús maría rivas
El Astillero
Sábado, 17 de julio 2021, 15:25
En otoño e invierno, las sesiones de estudio se nos hacían muy largas para aquellos que preparábamos el bachillerato por libre y teníamos clases particulares a continuación del horario normal de la Escuela Nacional. Las 'particulares' terminaban a las nueve de la noche, a veces ... las diez, salvo que fueras uno de los más estudiosos que, gracias a tu aplicación, podías rendir cuentas al maestro con la lección aprendida y salir una o dos horas antes. Para el resto, estas jornada maratonianas daban tiempo para preparar las correrías del escaso tiempo libre que nos quedaba, y, entre las actividades 'extraescolares', teníamos querencia por preparar, dependiendo la temporada, las peligrosas y arriesgadas carreras de triángulos.
Para nosotros el triángulo no era «un polígono de tres ángulos y tres lados» como dice la Real Academia de la Lengua, aunque el origen de nuestro artilugio de juegos estuviera en esa definición. El triángulo era una máquina de carreras, eso sí, triangular, montada con maderas, palos de escoba y rodamientos mecánicos que irrumpía con ímpetu en las recién asfaltadas calles de Astillero, aprovechando la escasa la cantidad de vehículos que rodaban entonces. Necesitaba de dos operarios: un piloto experto en el manejo del artilugio y un fornido impulsor que empujara con fuerza el equipo hasta la primera cuesta abajo. En numerosas ocasiones, el impulsor, puesto ya el equipo en la máxima velocidad, se subía a última hora en la parte trasera y se formaba el tándem perfecto lanzados a tumba abierta.
Durante las tardes de estudio se comentaban los pormenores de las últimas innovaciones aportadas al triángulo de cada uno, para demostrar que, al salir de clase, las competiciones iban ser duras, los entrenamientos libres mostrarían novedades sorprendentes y la clasificación podría dar un vuelco en relación con la semana anterior. Alguno avisaba que había conseguido rodamientos estupendos de una fábrica de Maliaño, otro detallaba las innovaciones del sistema delantero de conducción (pieza clave que tantas tortas evitaba), otro más, había incorporado maderas tropicales solidas y consistentes y, el último, había levantado la estructura trasera para evitar dar con el culo en el suelo. Lo más valorado era la seguridad. Las pruebas de aerodinámica importaban menos y no utilizábamos el túnel de viento para probar el nuevo desarrollo del triángulo.
Entre las Matemáticas, la Geografía o la Física siempre había huecos suficientes para discutir, debatir y poner en cuestión todas las innovaciones presentadas. Llegado este punto 'la suerte estaba echada', al finalizar la clase particular, la calle San José, el mejor circuito de pruebas de Astillero porque era la mejor asfaltada, dictaría sentencia y se vería el resultado de las modificaciones realizadas. Para valorar los resultados finales y dirimir quién tenía el mejor triángulo, se tenía en cuenta el número de chichones y mataduras en los brazos, las maderas o los rodamientos perdidos en el descenso y los trompazos finales por ausencia de freno en el tramo final.
Para una persona a la que todos considerábamos entre los mejores armadores, Cuto Arce, el mérito de desarrollar aquellos endiablados cacharros no era poco, puesto que, lo hacíamos sin asesoramiento de ningún adulto, con nuestro mejor saber y entender, aplicando la experiencia inmediata en la búsqueda de las mejores soluciones. Así comentaba sus fundamentos técnicos: En la parte trasera, que llevaba el mayor peso, se colocaban los rodamientos de mayor tamaño; en la delantera, donde se ejercía la conducción a través de un palo cruzado que se guiaba con los pies, un rodamiento más pequeño; en el sistema de sujeción se valoraban distintas soluciones: tronillos flojos, tronillos prietos, mixto de clavos y tornillos, … casi ninguna buena, puesto que, era complicado combinar la flexibilidad en la maniobra con la rigidez que mantuviera el vehículo en marcha sobre el asfalto.
Precisamente en la elección de los materiales y la rapidez para conseguirlos se centraba buena parte del emocionante debate escolar: ¿Quién eligió los rodamientos en mejor estado? ¿Quién fue antes donde Escagedo, el chatarrero, o al taller mecánico de Eloy Cayón, en la calle Industria, para elegir bien entre los cojinetes desechados? ¿Se habían limpiado y engrasado convenientemente? ¿No eran demasiado grandes? ¿No eren demasiado pequeños? ¡Zasca del maestro en pleno debate! ¿Ya se saben los señores la lección de hoy que no paran de hablar? ¿Quizás prefieren quedarse una horita más esta tarde hasta que aprendan todo el libro? Manos a las sienes, codos sobre el pupitre y la cabeza gacha a estudiar las aves palmípedas ¡Menudo rollo! Pero no quedaba otra que dejar un rato las discusiones o se suspendería la exhibición de triángulos. Sabíamos perfectamente cuál era lo importante.
Hacía unos cuantos minutos que habían pasado las nueve de la noche y salíamos corriendo desbocados por los pasillos de la escuela en busca del escondrijo de los triángulos. Al galope, con la cartera y los libros a cuestas tanteábamos la situación, poco tráfico y pocos guardias, pintaba bien la noche. El garaje utilizado para nuestros artilugios era el patio de la Farmacia ARCE. Allí caían rodando las carteras, saltaban los libros del interior y casi a tientas íbamos cogiendo nuestros vehículos de competición. Más de una vez la cartera y los libros se quedaron en el patio de Arce para recuperarlos al día siguiente. Una pequeña bronca en casa ¿Dónde están los libros? ¿Nos gastamos el dinero para que tú los pierdas por ahí? Cachetazo, en fin, lo habitual.
El circuito estaba en buen estado. Muy poco tráfico a esa hora y la calle San José, con una luz pálida de sus bombillas incandescentes con tono amarillento, lista para probar el trabajo de los días anteriores. La segunda parte del circuito de pruebas, la bajada de la iglesia hasta el Bar Capitol, la más arriesgada, ni la mirábamos; sabíamos que los osados que llegaban hasta este tramo final sabían sobradamente el riesgo que suponía: baches, aceleración bestial, difícil maniobra en la zona de La Fondona y tortazo seguro en el Bar Capitol. Había otra opción si no se tomaba la curva del bar, estrellarse de frente contra la pared de Vega Gorostegui. Cuando se bajaba la cuesta de la iglesia era casi seguro que habría que poner mercromina por algunas partes del cuerpo, recoger con paciencia los restos del triángulo y pensar detenidamente, para lo próxima bajada, en un freno mejor montado.
Mejorar el freno, unos rodamientos un poco mayores para librar los baches, unas tablas más sólidas… Nuevas tareas, nuevos desafíos y nuevos entretenimientos para las largas y tediosas tardes del otoño y del invierno. Iniciaríamos una nueva semana buscando huecos entre los libros y las clases particulares para recomponer el triángulo. Aquellos muchachos de la escuela de los años 60 aprendíamos la tecnología en las actividades extraescolares.
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