Cabras 1 - 0 Ejército Imperial
Leyendas de aquí ·
Los vecinos de Laredo y Liendo idearon una trampa para librarse de la caballería francesa durante la Guerra de la IndependenciaSecciones
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Leyendas de aquí ·
Los vecinos de Laredo y Liendo idearon una trampa para librarse de la caballería francesa durante la Guerra de la IndependenciaEl camino costero que une Laredo con Liendo, junto a los acantilados de la Costa Quebrada, se denomina Paso del Francés. Es una zona más o menos accesible, pero esconde algún peligro y trampa natural. En especial la de El Montecillo, una pequeña peña inaccesible ... y poblada de encinas que se desgaja de la ruta y la tierra firme, soldada por una costilla de roca a la pared del acantilado. Una torre o bastión natural rodeada por un foso de aire. Ni con las mareas más vivas el mar llega a alcanzar esas cotas.
Localizarlo cerca del monte Candina y su buitrera es bastante sencillo. Basta con seguir la senda entre Laredo y Liendo hasta llegar al mojón que señala el límite entre ambos municipios. Justo al lado se alza el Montecillo, inaccesible por aproximadamente cinco metros de anchura de un precipicio que no se aprecia desde la distancia, ocultado por la orografía del terreno, y solo se hace visible cuando se está cerca de su boca. La senda lo deja a la izquierda –o a la derecha, si se hace el camino de Liendo a Laredo–, conjurando así el peligro natural.
Que se llame camino del francés tiene bastante retranca, porque el topónimo nace de una leyenda popular pejina de principios del siglo XIX muy difícil de verificar o refutar. Para más señas, de la Guerra de la Independencia.
El director del Archivo Histórico Municipal de Laredo, Baldomero Brígido Gabiola, da fe de ella. ¿Ocurrieron los hechos verdaderamente, se distorsionaron con el paso del tiempo o, sencillamente, son producto de la imaginación? Gabiola recuerda que muchas personas la escucharon de sus mayores. En cualquier caso la historia es epatante o, cuando menos, interesante: la crónica de cómo unas cabras derrotaron al ejército imperial francés a las orillas del Cantábrico. Y no cabras en sentido figurado, sino un puñado de simpáticos ejemplares de capra aegagrus hircus, tan aficionadas como son ellas a escalar a los lugares más recónditos por veredas imposibles y por donde sencillamente no las hay.
El caso es que la invasión francesa les debió sentar regular a los vecinos de Laredo y Liendo. No terminaban de ver cómo un puñado de civiles con armas rudimentarias o aperos de labranza podían enfrentarse el ejército más poderoso del mundo, así que urdieron un plan para que fuera la propia naturaleza la que se librara de ellos. Conocían de sobra los peligros que encierra la ruta de El Montecillo, pero la caballería francesa no, así que se les ocurrió aprovechar la ventaja y trazar un plan para burlarla.
Ataron faroles a los cuellos de un rebaño de cabras y al llegar la noche los prendieron. Una luz suficiente para verse en la oscuridad, pero no suficiente para distinguir que no se trataba de monturas ni caballería enemiga, sino de unas simples cabras. Se las arreglaron para que las cabras pasaran a El Montecillo –otro asunto es preguntarse cómo, por mucha pericia que tuvieran los animales– y las dejaron allí a su suerte, en el mínimo y aislado bosque que corona el peñasco.
Alertadas por las luces en movimiento, las tropas francesas mandaron a la carga a su caballería. Probablemente confundieran las luces con el campamento de Campillo, un guerrillero de Liendo que les dio bastante guerra, de modo que se lanzaron campo a través hacia lo que el dibujante laredano Íñigo Ansola define como «la conjunción olímpica del falo calizo de Neptuno con el Montecillo de Venus».
Cegados por la noche, no advirtieron que el suelo se terminaba y se despeñaron. Mientras, las cabras seguían a lo suyo, rumiando y tal vez observando curiosas a aquellos pintorescos y ruidosos caballos voladores. O haciendo lo que quiera que hagan las cabras para entretenerse. «A mí me contaron la misma historia, pero sin ellas. Eran los paisanos los que desde el encinar desafiaban a los soldados, que, al final, caían en la trampa», dice Ansola. «De todas maneras me gusta la versión de las cabras. Exijo una estatua en su memoria», bromea.
Imposible verificar hasta qué punto es cierto o no un relato que se ha transmitido de boca oído durante generaciones, y no estaría de más que alguien escrutara a fondo el suelo del acantilado en busca de restos de bayonetas, monturas, botellas rotas de brandy Napoleón o cajetillas de Gauloises o Gitanes.
Otro misterio eterno es cómo consiguieron las cabras llegar hasta allí y si después del episodio alguien se molestó en rescatarlas. Pero si va a atravesar el paso de los franceses, no lo haga por donde los de los ídem, porque no se puede. Cuando ellos lo intentaron, lo único que pasaron fue a mejor vida.
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