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Una gran imagen de Jesucristo vigila el cementerio de San Mamés de Aras, en el municipio cántabro de Voto. Impreso sobre la torre de la ... iglesia, el fresco reza «La muerte no es el final», y bajo la afirmación, un nombre propio: José Martínez Revuelta, es decir, la persona que ha financiado la ejecución de esa pintura y de otra ubicada en el interior del templo. En confianza, prefiere que le llamen 'don Pepín', aunque algunos le dicen 'Pelines'. Explica que su padre, Nemesio Martínez, nunca fue conocido por su nombre, sino por ese apodo a consecuencia de un mechón de pelo blanco que lució en su cabeza a la temprana edad de 20 años. Ahora, don Pepín, que heredó ese mote, ya peina canas, de hecho lo hace desde hace tiempo. El 10 de marzo cumplió 90 años, y presume con orgullo de ser nonagenario.
Tras una vida de lo más ajetreada y en la que siempre estuvo guiado por su excelente olfato para levantar negocios, vive su retiro en Voto con la tranquilidad «de un monje» y la ilusión por lograr «cosas buenas» para su tierra. Dice que así se siente cuando se levanta cada mañana, en su casa en Secadura, donde vive desde la pandemia. Todos los días camina tres kilómetros, y aunque no revela el secreto para conservarse tan bien, está convencido de que mantener la actividad física juega un papel importante. Mantiene su humor y una mente brillante que igualmente ejercita leyendo, escribiendo poemas, charlando y escuchando a la gente. Pese a la tranquilidad de la que hace gala, su mente no para de maquinar ideas para dejar su impronta en Cantabria. La última, una escultura que colocarán en el renovado paseo marítimo de Laredo para celebrar el aniversario de la Coral Salvé. No es su única aportación a la villa pejina: ha realizado una donación al Ayuntamiento de diez onzas de oro 'Águila Imperial', que servirán como premio adicional para los ganadores de la Batalla de Flores durante los próximos diez años. Con este gesto, busca reconocer el esfuerzo y la dedicación de los carrocistas, quienes con su talento y creatividad hacen posible esta emblemática celebración. «Ahora que estoy aquí quiero hacer cosas por mi pueblo», expresa. Con esta idea, don Pepín ha embellecido el cementerio de Voto y el interior de la iglesia.
Este hombre de 90 años ha sabido adaptarse a las nuevas tecnologías y muestra orgulloso en su tablet de última generación todos los audiolibros que ha escuchado recientemente a través de una aplicación. Sus escritores favoritos son Stefan Zweig y Miguel Delibes.
Sus orígenes fueron humildes. «No teníamos un duro», indica, y es curioso que al apóstrofe de su vida quiera de alguna manera retomar la austeridad, aunque cada rincón de su casa rústica guarda un tesoro que ilustra su recorrido. Desde los billetes de barco de su viaje a México en la década de los 50 del pasado siglo, pasando por el libro de firmas de su restaurante en Madrid o los poemas que ha redactado en los últimos años.
Sentado en la mesa de su comedor, recuerda con cariño la villa pejina de su infancia. Su padre, Nemesio, era pescador y junto con su madre tuvieron cinco hijos. Sor Julia, Angelines, Pili, Juani y él, Pepín. En Laredo pasó los primeros diez años de su vida, después estuvo otros cuatro más interno en el colegio San Vicente de Paúl de Limpias, donde accedió gracias a una beca. Allí estudió Humanidades, «la ley del mundo», dice. Al terminar, comenzó a trabajar. Ganaba 300 pesetas. «Se las daba a mi madre para que comprara pan porque en mi casa no entraba una perra». Pocos años más tarde se marchó a Madrid con un tío suyo. Trabajaba en los Almacenes San Mateo. Rememora incluso el eslogan de la empresa: «Almacenes San Mateo, si no lo veo, no lo creo», pronuncia con una sonrisa. Vendía telas a mujeres y en ese momento le cogió el gusto a lo de estar cara al público y desplegó todos sus encantos para vender. «Descubre uno tantas cosas estando detrás del mostrador...», apunta. A los 19 años lo dejó forzosamente para completar el servicio militar y luego se fue a México.
Allí, en Córdoba, en el estado de Veracruz, fundó el primer supermercado de la localidad donde se instaló. Aunque no regresó a España más rico, sí que lo hizo más acompañado. En México encontró a su esposa, Lidia, y «rápidamente» tuvieron cuatro hijos. A los 38 años volvió a Madrid y de ahí en adelante es como si las oportunidades de negocio le salieran de debajo de las piedras. Tras emprender aquí y allá, don Pepín consiguió ahorrar considerablemente y dio con el sector automovilístico. «Yo de coches no sabía un carajo, ni sé», reconoce, pero el negocio de venta de vehículos llamó su atención y consideró que tenía unos buenos socios para seguir adelante, aunque su verdadera inquietud era tener un restaurante. «Como la nave donde teníamos pensado trabajar era muy grande, le dije a mi socio que él vendiera coches mientras yo montaba un restaurante». Se llamaría el Don Pepín. «Es una petulancia decirlo, pero triunfamos más que con la venta de coches. Lo disfruté muchísimo», comenta. Y aunque el restaurante solo permaneció abierto trece años, se convirtió en un punto de encuentro clave para los negocios. Con el tiempo, los socios se separaron, su concesionario fue expandiéndose hasta absorber a otros y logró rodear Madrid. A día de hoy, cuenta con 700 empleados.
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