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Laredo tiene su propia romería festiva. Consiste en ir de toldo en toldo en penumbra la víspera del desfile de la Batalla de Flores para contemplar cómo las obras de arte cobran vida. Una procesión pagana que anoche secundaron miles de personas en forma de ... riada humana. Ver, oír y admirar. Es el turno para que los sentidos cobren protagonismo. Con la vista de maestra de ceremonias, confundida ante un aluvión de estímulos a cual más hechizador. El sonido es de escalas variables, de rockeros en pleno recital de sus esencias, pero también de voces quebradas por la emoción y el esfuerzo. De clavos penetrando en el corcho llevando prendidas las dalias y los clavelones, cosechados por cientos de miles durante las jornadas previas. El aroma es de flor recién cortada. Pero también de parrillas donde se avitualla a la legión de manos que obran cada último viernes de agosto un prodigioso milagro. El tacto es dominio de privilegiados. Aquellos que rompen la primera barrera y pueden tocar la flor. O el pétalo bañado de engrudo para garantizar su adhesión inquebrantable a una minúscula porción de arte que parece no tener nunca fin.
Son apenas cuatrocientos metros. Pero algunos se demoran horas en completar el recorrido. Porque no es cuestión de ser el más rápido. Sino de ser capaz de asimilar lo que cada grupo de artistas propone. Dejar volar la imaginación para proyectar sobre el alzado final el remate de las piezas que se trabajan de forma aislada. Es el duelo imposible frente a la paciencia de las empetaladoras. Porque suelen ser femeninas las manos destinadas a esta misión tan crítica no apta para hiperactivos. Una ovación coral significa que ya se ha rematado una figura. Horas de dedicación en las que la razón huye hostigada por la pasión.
Son horas de reencuentro entre viejos amigos. Carrocistas sin carroza que se arriman a otros en activo como único remedio para aplacar el ímpetu que aflora por sus venas en fechas tan señaladas. Todo en una fiesta tan democrática que iguala en el disfrute al experto y al novato. El dilema se las trae. ¿Hay más placer en quien se sabe secretos y recovecos? ¿O en quién tiene la fortuna de plantarse por primera vez ante estas maravillas?
Poco a poco los cuarteles generales van recobrando el silencio. En su interior las conversaciones enarbolan la bandera blanca. Toca racionar las fuerzas. Llega el último arreón. Rematar la faena activa la poca adrenalina despierta a esas horas en una sucesión de espejismos que hacen pensar que cada esfuerzo es el último. Pero siempre viene uno nuevo. Hasta que alguien anuncia que sí. Que ya está todo acabado. Todo está rematado para que hoy se produzca el milagro.
Las alegorías están citadas al mediodía en las zonas de salida de Marqués de Comillas y Comandante Villar. Llegarán con sus mejores galas, con esa cadencia al andar que maquilla las toneladas de peso que se ocultan bajo tanta belleza. A las 17:30 horas saldrán a desfilar y a dejar admirado al personal. Luego llegará la liturgia de los premios. Pero todos debieran sentirse legítimamente ganadores. Porque lo suyo es pura poesía floral. Solo al alcance de genios con alma de artistas, dignos herederos de una tradición que 114 años atrás emergió en plena bahía de Laredo. Y que hoy estallará en un inolvidable diluvio floral.
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